sábado, 23 de octubre de 2021

La Joya Bíblica II -Ernesto Trenchard comentario de romanos 8



La consumación del argumento (Ro 8:1-4)

El texto de (Ro 8:1)
“Ahora, pues, ninguna condenación hay 
para los que están en Cristo Jesús,

Notemos que “condenación” ha de entenderse en un sentido que esté de acuerdo con el contexto, pues si Pablo no dice más que “ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús”, reitera la doctrina de la justificación, que ya trató en los capítulos 3 y 4, mientras que aquí desarrolla el tema de la vida victoriosa del creyente por la operación del Espíritu Santo.

El diccionario Arndt-Gingrich admite el sentido de “castigo después de la condenación” para el vocablo
“katakrima”, y podríamos traducir, un tanto libremente, pero sacando el verdadero sentido:
“Los que están en Cristo Jesús no están condenados a cadena perpetua” 
(véase F. F.Bruce, op. cit. pág.159).
2. La ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús (Ro 8:2)

Ahora dejamos atrás al “yo mismo” sujeto a la ley de pecado y de la muerte para pensar en el creyente libertado de la flaqueza de la carne por la obra del Espíritu Santo, tema principal de (Ro 8:1-27). 
No es que cese la lucha, pues el antagonismo de carne y Espíritu es perpetuo hasta que dejemos el cuerpo, pero el creyente aprende que la vida de paz, bendición y de victoria no depende de sus esfuerzos por alcanzar el bien, y pasa al plano más elevado de la vida espiritual. 
“Ley” en (Ro 8:2) vuelve a ser “norma”, señalando el principio dominante de la vida del creyente que es el del Espíritu de vida en Cristo Jesús. 
La última frase reitera que la base de todo es nuestra posición “en Cristo”, mientras que la primera nos hace ver que el Espíritu es Espíritu de libertad, ya que es Dios mismo quien obra en nosotros tanto el querer como el hacer (Fil 2:13); por tanto, la superabundancia del poder divino trae libertad a quien la aprovecha por medio de la sumisión y la fe (2 Co 3:17). 
Hemos visto la “ley del pecado y de la muerte” en operación en (Ro 7:14-25), pero este versículo señala claramente la liberación. Hay textos que llevan “me liberta” y otros “te liberta”, pero en ambos casos se trata del creyente que desea cumplir la voluntad de Dios.

3. El remedio de Dios frente a la debilidad de la carne (Ro 8:3)

He aquí un versículo de gran importancia doctrinal, pues las consideraciones subjetivas relativas a la lucha interna del alma del creyente —que hemos venido estudiando— se enlazan con la gran Obra objetiva de la Cruz. 
La debilidad de la Ley —que es incapaz de efectuar la obra de salvación y de santificación—no se halla en su propia naturaleza, sino en la de la carne, o sea, en la naturaleza del hombre caído. 
La Ley manda bien, pero la carne es incapaz de obedecer, y aun se alza en rebeldía para llevar a cabo todo lo contrario de lo mandado. 
La Ley es como un buen general que sabe exactamente cómo ha de disponer sus tropas frente al enemigo para poder ganar la victoria; pero resulta que sus hombres son bisoños, que no tienen de soldados más que el uniforme.
 Cuando les manda atacar, se retiran, y cuando conviene la retirada, avanzan y son destrozados. 
El general es débil, no en sí mismo ni en cuanto a su ciencia militar, sino a causa de la naturaleza de los elementos que, teóricamente, ha de mandar.
 Así, la Ley era débil a causa de la carne. 
Ahora bien, Dios intervino en gracia enviando a su Hijo en semejanza de carne de pecado. 
Notemos la exacta expresión del apóstol. 
El Hijo fue hecho carne (humanidad), según (Jn 1:14), porque su humanidad era real. 
Al mismo tiempo era sin pecado, de modo que fue enviado “en semejanza de carne de pecado” al efecto de poder representar a la raza, siendo él mismo sin tacha ni mancha de pecado, que habría hecho imposible la obra de expiación vicaria. En la Cruz, Dios “condenó al pecado en la carne”, y de nuevo hemos de examinar la voz “carne” con mucho cuidado, porque aquí vuelve a ser humanidad y no la naturaleza caída del hombre. 
Es decir, el cuerpo de Cristo fue el medio por el cual se efectuó la redención, y el cuerpo hacía visible la humanidad de Cristo, quien, siendo el creador del hombre, pudo recabarla para sí, presentándose luego como el Hijo del Hombre. Sólo él pudo colocarse en el lugar de todos, de tal forma que la sentencia que llevó fuese la condenación del pecado de todos. 
La santificación no puede desligarse de la Cruz, que vimos también como el fundamento de la justificación. 
Con razón la santificación se ha llamado “la lógica de la Cruz”, pues aquel que es justificado por su unión vital con el que murió y resucitó debe andar en novedad de vida como resultado lógico del gran hecho realizado en el cual tiene su parte. 
Este es precisamente el argumento de Pablo desde (Ro 6:1) en adelante. No se trata ya de lo que la carne
puede realizar, sino de la operación del Espíritu Santo por medio del espíritu redimido del creyente.

4. La justa demanda de la Ley cumplida


El legalismo —presentado de la forma que sea— nunca trae como resultado el cumplimiento de la justa demanda de la Ley, por la sencilla razón de que la obediencia nunca es perfecta, de modo que la Ley queda quebrantada y menospreciada en las vidas de quienes, con mayores esfuerzos, procuran honrarla. Dios escogió otros medios para honrar la Ley. 
Acabamos de ver que el pecado fue condenado en la Cruz. 
Sabemos que la Ley fue cumplida tanto en su aspecto externo como en su sentido esencial e interno por la vida de Cristo. 
Ahora llegamos a otro cumplimiento: el fruto que el Espíritu produce en la vida del creyente espiritual —aquel que presenta su cuerpo en sacrificio vivo a Dios—, que se manifiesta por el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la benignidad, la bondad, la fidelidad, la mansedumbre y la templanza. Contra tales cosas no hay ley, porque el mandamiento se cumple por el impulso interno del Espíritu (Ga 5:22-23). 
La justa demanda de la Ley no se cumple en la vida del creyente carnal, que anda por el camino de su propia elección, sino en la del hombre sumiso que deja obrar en sí mismo la potencia del Espíritu. Quizá en la práctica no hay ningún creyente enteramente espiritual ni ninguno totalmente carnal, pues en el último caso no se verían los frutos que justificaran la conversión. 
El apóstol, sin embargo, señala la norma ideal, y cuanto más cerca andamos de ella, más se glorificará Dios en nosotros por nuestra obediencia a su voluntad. En cambio, cuanto más resiste el creyente la operación del Espíritu de Cristo, menos “fruto” habrá y en mayor medida deshonrará el santo Nombre que toma en sus labios. 
Prácticamente el creyente espiritual no es un ser imposiblemente perfecto, sino uno que se goza en el Señor, en su Palabra, en su servicio, con humildad de corazón; mientras que el carnal es el que quizá sea capaz de alguna cosa buena a veces, pero que normalmente se halla envuelto en los asuntos del mundo que interpreta según los intereses egoístas del yo. 
En los versículos siguientes el apóstol ha de señalar las diferencias entre “carne” y “Espíritu”, entre el camino carnal y el espiritual, adelantando principios de primera importancia para la vida del creyente.

Nuestra sección termina aquí, pues el argumento sobre la debilidad de la Ley ha terminado y hemos vislumbrado los principios que conducen al creyente humilde a la victoria.

El camino de la carne y el del Espíritu (Ro 8:5-17)

El hecho fundamental y sus consecuencias El enlace que existe en el hecho fundamental de la condenación del pecado en la carne por el sacrificio de Cristo y el modo de vivir de los creyentes se señala admirablemente por F. F. Bruce en las siguientes palabras:
 “La santidad cristiana no consiste en una conformidad laboriosa con los preceptos específicos de un código externo, sino que surge de la operación del Espíritu Santo, quien produce su fruto en la vida (nueva), dando a conocer las manifestaciones de la gracia que se veían en su perfección en la vida de Cristo. La Ley ordenaba una vida de santidad, pero carecía de poder para hacerla efectiva a causa de la pobreza del material humano que debía haber amoldado. Pero lo que no pudo efectuar la Ley ha sido llevado a cabo por Dios. Dios envió a su propio Hijo a la tierra “en semejanza de carne de pecado”, y éste entregó su vida como ofrenda por el pecado a favor de su pueblo. Por lo tanto se ha pronunciado sentencia de muerte sobre el pecado que mora dentro de nosotros. No logró entrada en la vida de Jesús y fue vencido completamente por medio de su muerte, de modo que los frutos de esta victoria se aseguran para todo aquel que se halla “en él”. 
Todo lo que exigía la Ley al querer someter la voluntad humana a la de Dios se realiza ahora en las vidas que admiten el control del Espíritu Santo, quienes se hallan libres de la servidumbre del orden caducado. Los mandamientos de Dios se cumplen por la potencia de quien los dio.” (Op. cit. pág. 162.)

Es importante recordar que el Espíritu de Dios que habita en nosotros no procura mejorar la carne: intento inútil a todas luces, ya que “no se sujeta a la Ley de Dios, ni tampoco puede” (Ro 8:7). 
La carne —la naturaleza del hombre caído en Adán— se considera como “crucificada”, juntamente con sus pasiones y sus deseos (Ga 5:24), y el fruto de santificación brota del espíritu redimido del creyente reforzado por el Espíritu Santo. 
No se trata del antagonismo entre el vil cuerpo del hombre y su espíritu divino, según las suposiciones de los platónicos, sino de la enemistad irreconciliable que necesariamente existe entre todo lo que procede de la caída del hombre y todo lo que Dios obra en gracia sobre el fundamento sólido de la obra de la Cruz y por medio de las operaciones de su Espíritu Santo. 
Tanto predomina el concepto de la obra del Espíritu Santo en el pasaje que hemos de escudriñar que “espíritu” (“pneuma”) debe escribirse siempre con mayúscula, por corresponder al Residente divino, a no ser que tal sentido sea excluido por el contexto. 
Como en el pasaje análogo de (Ga 5:16-25), Pablo señala la existencia de una vida espiritual en los creyentes fundada sobre la obra redentora de Cristo, para llamar luego a los cristianos a un andar espiritual que evidencie en la práctica que se hallan en Cristo y en la esfera de las operaciones del Espíritu Santo. 
Si nos hallamos en Cristo y si el Espíritu Santo se halla en nosotros —condiciones imprescindibles de la vida cristiana—, entonces conviene ordenar la vida según sus postulados fundamentales.

Las esferas de la carne y del Espíritu (Ro 8:5-9)
El contraste fundamental (Ro 8:5)


Para comprender bien el desarrollo del pensamiento del apóstol debemos recordar primeramente que describe dos distintas maneras de ser, pasando luego a notar los resultados que surgen lógicamente de estos dos distintos estados de vida. 
El versículo 5 contrasta los que son “según la carne”, con los que son “según el Espíritu”, viéndose que el resultado natural del primer estado es el de fijar el pensamiento y los deseos en lo que surge de la vieja naturaleza, mientras que el segundo estado debe producir pensamientos y deseos espirituales. Pasando por el momento a los versículos 8 y 9 leemos de personas que “están en la carne”, y éstos se contrastan con los creyentes que no se encuentran en tal esfera, sino en la del Espíritu. 
Si una persona es realmente de Cristo, el Espíritu Santo mora en él (Ro 8:9), y esta realidad interna produce un cambio de posición externa: 
“Mas vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, 
si es que el Espíritu de Dios mora en vosotros. 
Mas si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de él” 
(Ro 8:8-9). 
“Si eres del Señor” —dice el apóstol en efecto—, “el Espíritu de Cristo mora en vosotros por necesidad. Pero este hecho os ha trasladado a la esfera del Espíritu, que es todo lo contrario de la esfera de la carne”.
2.La carne bajo la condenación de Dios (Ro 8:6-8)

El hombre fue creado para andar en la luz de la presencia de Dios cumpliendo en todo su voluntad. 
La obediencia no sólo glorificaba a Dios, sino que fue medio del sumo bien del hombre. 
La esencia de la Caída es la desobediencia, la triste elección que puso el “yo” del hombre en el centro de su ser donde debía hallarse entronizada la voluntad de Dios por el hecho mismo de la creación. 
Todo el complejo de ideas, deseos, afanes y decisiones que surgen del trágico hecho de la Caída constituye la esfera de la carne, y si pensamos en su origen comprenderemos en seguida que toda tendencia carnal es necesariamente “enemistad contra Dios”, de lo que se sigue que ninguna obra carnal puede agradarle, porque halla sus raíces en el hecho fundamental de la rebelión. 
Hemos de aprender de estos versículos la incompatibilidad total que existe entre todo lo que es “carne” y todo lo que surge del Espíritu, o sea, lo que es de Dios y lo que es de Satanás. Por eso la religión del orden de Caín, fruto de un impulso personal —es decir, carnal— no puede agradar a Dios, a pesar de las “buenas intenciones”. Entre las dos esferas existe “una gran sima”, tan intransitable como la que separa el paraíso del infierno (Lc 16:26). 
A la luz de la lista de las obras de la carne en (Ga 5:19-21), sabemos que son carnales no sólo los horrendos crímenes y vicios que se condenan tanto por los códigos como por la opinión generalizada de la sociedad, sino todas las envidias, celos, rivalidades y arrebatos que se admiten como manifestación natural e inevitable del “amor propio” del hombre al procurar mantener su dignidad humana. Sólo la meditación de almas sumisas en la Palabra puede iluminar la conciencia a fin de poder discernir los movimientos de la carne, admitiendo en la presencia de Dios que constituyen una abominación incompatible con su santidad.

3.La mente de la carne (Ro 8:5-8)

En el versículo 5, el verbo “phroneo” se traduce por “pensar en” (Vers. R. V. 1960) o por “poner la mira en” (Vers. H. A.). 
El sentido del verbo abarca más que el ejercicio meramente intelectual, incluyendo también los deseos y las intenciones. Estos, en el caso de los carnales, van tras las cosas carnales, mientras que, en los espirituales, buscan lo que es de Dios. En el versículo 6 se emplea el sustantivo correspondiente “phronema”:

“La mente carnal es muerte”, “la (mente) espiritual es vida y paz”. 
La frase “mente carnal”se repite en el versículo 7, donde se hace constar que es “enemistad contra Dios”. 
El sentido viene a ser “la manera de pensar” o “la intención” de la vieja naturaleza, y en contraste con este impulso hallamos el que se produce por el Espíritu Santo en la mente y el corazón del redimido.

La enemistad y rebelión de la carne (Ro 8:7-8). 
En vista de lo que hemos notado sobre el origen de la carne, no necesita más explicación la frase 
“la mente carnal es enemistad contra Dios”, 
ya que nació del primer acto de desobediencia humana, y mantiene este carácter siempre. 
La frase 
“porque no se sujeta a la Ley de Dios, ni tampoco puede”, 
relaciona esta discusión acerca de la carne y su naturaleza con la anterior sobre la flaqueza de la Ley cuando se trata de corregir la carne. 
¡Por algo “gemía” el “hombre desgraciado” del capítulo 7, puesto que procuraba someter a la acción de la Ley una bestia indomable que no sólo no se sujeta a ella, sino que es incapaz de hacerlo por su misma naturaleza!

Las tendencias opuestas y sus resultados (Ro 8:6). 
Todo cuanto separa de Dios tiende a la muerte. 
A veces Pablo contempla el fin del camino y escribe: 
“La paga del pecado es muerte” (Ro 6:23), 
pero a veces nota los procesos que tienden al mismo fin. 
Un hombre carnal, que vive en olvido de Dios, puede dar la impresión de estar pletórico de salud y de vida (Sal 73:3-9), pero el ojo espiritual discierne que “la mente carnal es muerte”, por la sencilla razón de que razona y actúa sin tomar a Dios en cuenta, separada de la Fuente de la vida. 
En cambio, la manera de pensar espiritual es vida y paz. Se trata de la esencia escondida del asunto, pues el camino externo del hombre espiritual puede distar mucho de ser pacífico, pero deriva su vida de la resurrección de Cristo, y en el secreto de su alma camina “junto a aguas de reposo”. 
Su manera de pensar se ajusta a la revelación de Dios que le ha dado, y “el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre” (1 Jn 2:17).

4.Los dos caminos opuestos (Ro 8:4)

Con el fin de completar las comparaciones de esta sección hemos de volver atrás para considerar la última cláusula del versículo 4: 
“La justa demanda de la Ley se cumple en nosotros, 
que no andamos según la carne, sino según el Espíritu”. 
No somos de la carne, porque nos hallamos en Cristo. 
No estamos dentro de la esfera de la carne por la misma razón y porque el Espíritu de Cristo reside en cada creyente. Ahora bien, se trata no sólo de ser del Espíritu y de estar en la esfera del Espíritu —una obra de pura gracia—, sino también de andar conforme a los principios de la nueva naturaleza; en otras palabras, de manifestar en la práctica lo que somos posicionalmente.
 Es la verdad que Pablo expresa con variación de términos en (Ga 5:25): 
“Si vivimos por el Espíritu, por el Espíritu también andemos”.
Hemos de notar que Dios no promete en parte alguna que ha de mejorar la carne. 
Los regenerados son suyos en virtud de una nueva creación, en la que todo es de Dios (2 Co 5:17-18), de modo que la vida de victoria consiste en dejar lugar a las operaciones del Espíritu de Dios a través de la nueva naturaleza, haciendo morir los impulsos de la carne que no cambiará ni en su naturaleza ni en sus intenciones e impulsos. La lucha de (Ro 7:15-25) es real y dura, pero “el más fuerte” prevalecerá siempre que el creyente le entregue las llaves de una voluntad rendida. 
Nada hará sin el Espíritu Santo, pero puede estar lleno del Espíritu y manifestar su múltiple fruto en su vida (Ef 5:18) (Ga 5:22-23).
Podemos estar seguros de que “el hombre viejo” pugnaba por manifestarse, procurando agarrar el timón de la vida, aun en el caso del apóstol Pablo, pero él pudo exclamar: 
“Todo lo puedo en Cristo que me fortalece”. 
La mayor tragedia de la Iglesia es la manifestación —a veces desenfrenada—de la “mente de la carne” en la vida de quienes toman sobre sus labios el nombre de Cristo, repitiendo piadosas frases que se contradicen por los hechos y actitudes de su vida. No somos llamados a juzgar a otros, pero sí a examinar nuestros propios pensamientos y deseos a la luz de las Escrituras para distinguir bien entre los movimientos del “cuerpo de pecado” y los santos 'impulsos que proceden del Espíritu de Cristo.

El espíritu de resurrección (Ro 8:10-13)

1.El cuerpo del creyente (Ro 8:10)

Hemos subrayado varias veces que normalmente Pablo contrasta la carne con el Espíritu Santo, la vieja vida adámica con la nueva en Cristo, con referencia a la personalidad entera del creyente. 
Pero surge necesariamente el problema de la naturaleza y de la actuación del cuerpo que ha sido instrumento y esclavo del pecado. 
Es un hecho evidente que se halla bajo la sentencia de muerte que fue pronunciada contra todo lo pecaminoso, puesto que ha sido el instrumento que llevaba a cabo los movimientos de la carne, de modo que Pablo saca la triste consecuencia: “el cuerpo está en verdad muerto a causa del pecado”. 
Tanto es así, que si el Señor no viene antes morirá físicamente y verá corrupción. 
Con todo, no es el cuerpo el que tiene la culpa de todo ello, ni es la materia que haya arrastrado al espíritu superior del hombre a su triste situación actual. 
La culpa se halla en la voluntad del hombre, que es una función de su vida espiritual y no de la física. 
El cuerpo fue arrastrado por la voluntad engañada al estado de muerte que nota el apóstol.

El espíritu renovado (Ro 8:10). 
La palabra “sí” en nuestras versiones tiende a confundir un tanto al lector español. 
En ciertos contextos puede señalar condiciones e incertidumbres, pero en otros —como aquí— más bien corresponde a “puesto que”. 
El sentido del versículo 10 viene a ser, pues,
 “Si, como es cierto en el caso de creyentes, Cristo está en vosotros, 
el cuerpo está en verdad muerto a causa del pecado, 
mas el espíritu vive a causa de la justificación ya llevada a cabo en vuestro caso”. 

Aquí, pues, se establece un claro contraste entre “cuerpo” y “espíritu”; pero si el espíritu vive ya, a pesar de estar el cuerpo en lugar de muerte, no es en virtud de una superioridad intrínseca, sino porque el Espíritu de Cristo, el Espíritu de Dios, el Espíritu de la Resurrección —todos estos términos se hallan en el contexto— ha vivificado el espíritu redimido, haciendo del cuerpo su morada con el fin de colaborar con el espíritu (Ro 8:16). 
Allá en el fondo se destaca la obra de justificación que solucionó el problema del pecado en su aspecto jurídico, de modo que, aun admitiendo los tristes estragos del pecado en el caso del cuerpo, resurgen esperanzas de vida, y de hecho el espíritu del redimido ha vuelto a vivir por la infusión del Espíritu de vida.

El cuerpo resucitado (Ro 8:11). 
Por dos veces este importante versículo insiste en la residencia en el creyente del Espíritu de Dios. La primera cláusula reafirma el hecho:

“Puesto que el Espíritu de aquel que levantó a Jesús de entre los muertos 
mora en vosotros...”.

Aquel que levantó a Jesús es el Dios que levanta a los muertos, según la demostración máxima de su potencia vivificadora en la resurrección de Cristo (véanse notas sobre Ro 4:17-25 con Ef 1:19-21), y el hecho de su residencia en el creyente redimido cambia radicalmente la situación, aun en cuanto al cuerpo. Ya hemos notado que el espíritu ya vive, pero la segunda mención del hecho de la morada del Espíritu demuestra que esta obra no se limita al espíritu, sino que afecta poderosamente al cuerpo, pese a que se halle en lugar de muerte: 
“El que levantó a Cristo Jesús de entre los muertos, 
vivificará también vuestros cuerpos mortales, 
por medio de su Espíritu que mora en vosotros”. 
Esta promesa no sólo indica la consumación de la obra de Cristo en nosotros en el Día de la Resurrección, sino que demuestra que estos pobres cuerpos podrán ponerse al servicio de Dios ahora, a pesar de que fueron instrumentos del pecado.
El tema en este contexto no es escatológico, sino práctico, y viene a ser parte integrante del argumento que Pablo desarrolla sobre la santificación, y es preciso notar la actualidad de esta declaración como eslabón esencial del mismo. Existe una estrecha analogía entre la enseñanza aquí y la de (1 Co 6:12-20), pues en ambos pasajes hallamos lo siguiente: antes, estos miembros del cuerpo se prestaban a fines pecaminosos que tendían a la muerte; ahora, sin embargo, el Espíritu mora en el cuerpo con el fin de que cada miembro pueda ser santificado, vivificado y consagrado al servicio de su Dios y Redentor. 
El énfasis sobre el Espíritu de Resurrección es hermoso y muy animador, pues nada menos que la potencia máxima que fluye de la resurrección de Cristo puede producir el feliz resultado de que los miembros de cuerpos —en sí mortales— sean activos en el servicio de Dios y dentro de la perspectiva de su plan maestro. Este concepto de una resurrección actual —tan real como nuestra muerte con Cristo— se halla también en (Fil 3:10-14).

La deuda permanente (Ro 8:12-13). 
Las declaraciones de los versículos 12 y 13 entrañan un claro sentido exhortatorio, y, de paso, confirman el sentido actual y espiritual del concepto de la resurrección del versículo 11. 
El hecho de que Cristo hizo tanto para sacarnos del lodo del pecado, para justificarnos, dándonos su Espíritu, impone sobre el creyente una deuda de honor. 
¿Tanto hemos de recibir para luego seguir llevando una vida carnal? 
¿Tanto ha costado la redención de nuestro ser —que incluye el cuerpo— para luego dedicar sus miembros a actividades pecaminosas? 
Si tal fuera el caso, quedaríamos en estado permanente de deudores que ni intentan enfrentarse con sus obligaciones. Hay cambio de figura, pero sigue la misma lección, y quedan implícitas las mismas exhortaciones. Es una sagrada obligación ajustar nuestra vida a las normas del Espíritu, dejando de vivir según la carne. Una manifestación de vida espiritual es que estemos dispuestos a dar muerte a las prácticas del cuerpo (el verbo es “thanatoo”, “hacer morir”); en manera alguna quiere decir esto que hayamos de aplicar disciplinas físicas al cuerpo a la manera de ciertos ascetas de ayer y de hoy en el vano intento de ahuyentar la concupiscencia; el sentido viene a ser “colocar en situación de muerte” —como crucificadas con Cristo— las prácticas del cuerpo que hallan su origen en la carne. Esto es lo que exige tanto el contexto, como la terminología paulina (compárese las notas sobre Ro 6:6,11).
“Si vivís conforme a la carne, moriréis”
 (“mellete apothnéskei”). 
El verbo “melló”, seguido por un infinitivo, quiere decir algo diferente de un futuro sencillo, dando la idea de algo inminente, o predestinado a suceder. 
No hemos de interpretar las cláusulas por medio de ideas ajenas tanto al contexto como al pensamiento del apóstol, siendo preciso recordar que Pablo no trata aquí la cuestión de la posibilidad de que un creyente se pierda o no, sino que señala las características y tendencias de la carne, haciendo saber una vez más cuál es el estado del hombre adámico, notando que, por intervenir el pecado, la muerte está a mano. 
El cristiano carnal bordea un precipicio siniestro y fatídico. 
El mismo podrá ser salvo “como por fuego”, pero sus obras surgen del pecado, y lo que es pecaminoso muere. 
Todo eso debiera serle ajeno, pues le corresponde andar según la lógica de su nueva posición en Cristo, permitiendo que obre poderosamente en él el Espíritu de Resurrección.

Estos versículos 12 y 13 vinculan el argumento anterior con el concepto de la adopción, que llega a ser la culminación —bajo la forma de una hermosa y escogida ilustración— del tema de santificación.

El espíritu de adopción (Ro 8:14-17)

Espíritu de servidumbre... de adopción (Ro 8:14-17)


La nueva metáfora.

Al Apóstol le importa poco cambiar de figura con tal de que sus lectores logren captar la enseñanza que quiere darles por el Espíritu de Dios, y ésta de la adopción (“huiothesia”, “colocar como hijo”) se destaca como una de las más bellas y aleccionadoras. 
La adopción de criaturas ocupa cierto lugar estimable dentro de las costumbres de nuestra civilización occidental, pero es algo un tanto marginal, de importancia para un número reducido de padres que han querido hacerse cargo de una criatura nacida en circunstancias difíciles, llenando al mismo tiempo el hueco en su propio hogar. Muy diferente era la adopción en la sociedad grecorromana, de la cual escribe F. F. Bruce: 
“Un hijo adoptivo se escogía con toda deliberación por su segundo padre con el fin de perpetuar su nombre y heredar sus propiedades; no se le consideraba en manera alguna inferior en categoría al hijo nacido de los cuerpos de los padres, y bien podía darseel caso de que disfrutara con mayor abundancia que el hijo natural del cariño del padre y que reprodujera más dignamente su carácter.” (op. cit. pág. 166). 
Esta información sobre las costumbres de la sociedad que conocía el apóstol echa mucha luz sobre el tema de adopción en la esfera espiritual tanto en (Ro 8:14-17) aquí como en el pasaje análogo de (Ga 4:1-7). Al mismo tiempo tenemos que recordar el estado contrastado y muy inferior de los esclavos, quienes también pertenecían a la “casa” del paterfamilias, pero sin derechos ni dignidad, obligados a servir al dueño por las costumbres y leyes de la patria, basadas en último término sobre la conquista y la fuerza brutal. Tengamos delante, pues, la constitución de la casa de un romano pudiente: a la cabeza se hallaba el paterfamilias, a quien las leyes concedían autoridad suprema; asociada con él se hallaba la esposa y matrona, importante en su esfera, pero que no puede añadir nada a esta figura, ya que el Padre, en la esfera espiritual, es Dios mismo; nacidos de éstos son los hijos naturales (“tekna”); añadidos a la familia como hijos con plenos derechos y responsabilidades se hallan los hijos adoptivos; además hemos de pensar en los numerosos esclavos que sirven normalmente por temor y en “espíritu de servidumbre”. Los hijos de Dios y la guía del Espíritu (Ro 8:14). 
No nos olvidemos ni del tema anterior de la necesidad de andar conforme al Espíritu ni del argumento que Pablo ha de desarrollar sobre la gloria que espera a los coherederos con Cristo. 
La verdad en cuanto a la realización del propósito de Dios en orden a los suyos es una e indivisible, pese a que las limitaciones de nuestra mente exigen que sigamos uno por uno los distintos hilos que se entrelazan para formar los dibujos del tapiz divino que explayan tanto lo temporal como lo eterno. 
Si creyentes reconocen su “deuda” de vivir conforme al Espíritu y no según la carne, serán “guiados por el espíritu de Dios”: expresión que equivale a ordenar sus pasos por la potencia del Espíritu y a la luz de la Palabra (véanse notas sobre Ro 6:11).
Pero los tales no sólo son hijos (“huioui”, aquí) sino que deben portarse como tales. Recordemos la manera en que el Maestro señaló a sus discípulos, diciendo: 
“He aquí mi madre y mis hermanos; 
cualquiera que hiciere la voluntad de Dios, 
éste es mi hermano y hermana y madre” 
(Mr 3:34-35).
Algunos han querido hacer una distinción entre dos categorías de hijos de Dios: 
los carnales, que no pasan de ser “tekna”, personas nacidas en la familia; y otras que se dejan guiar por el Espíritu, constituyendo por eso los hijos adultos, los “huioi” (“hijos maduros”), según la figura de hijos adoptivos que se presenta en los versículos 15 y 16. 
Sin duda, existen ciertas asociaciones con “tekna” (nacidos) y con “huioi” (hijos maduros) según la etimología de los términos, pero es igualmente cierto que generalmente se emplean por Juan y Pablo en sentido análogo, de modo que deducciones basadas sobre sus orígenes no dejan de ser dudosas. 
Es mejor pensar en la plenitud de la obra de Cristo y en los infinitos recursos del Espíritu Santo, que sólo permiten que los hijos caídos de Adán lleguen a ser llamados “hijos de Dios”. 
La potencialidad de este estado de “hijos” es igual para toda alma regenerada, pero llega a la plenitud en cuanto a su manifestación en quienes se dejan guiar por el Espíritu, que es la norma ideal señalada por la Palabra de Dios para todo aquel que toma en sus labios el nombre de Cristo.

Espíritu de servidumbre y espíritu de adopción (Ro 8:15-16). 
La frase “espíritu de servidumbre” indica la mentalidad de un esclavo, y esta vez hemos de escribir “espíritu” con inicial minúscula. Pablo no se ha olvidado de sus extensas discusiones que explayó en el capítulo 7, y, sin volver a entrar en detalles, insinúa de paso que todo espíritu de legalismo en la Iglesia motiva la pérdida de la gloriosa posibilidad de la “adopción”, pues los miembros de la “casa” se portan como esclavos, bajo la amenaza constante del “Harás” o del “No harás”, de la Ley, en vez de conformarse a la voluntad del Padre por el amor que produce el Espíritu. 
En el pasaje análogo de (Ga 4:1-11) Pablo presenta el mismo tema —y el mismo peligro— desde el punto de vista histórico, notando que la adopción de hijos liberta al creyente de la mentalidad y condición de esclavo ya que “Dios envió a su Hijo” para redimir a los hombres y llamarles a la adopción de la casa de Dios, procediendo a “enviar al Espíritu de su Hijo”, quien clama “Abba, Padre” en nuestros corazones. Es una obra de gracia, en la que Dios toma la iniciativa y termina la obra.

Nuestra porción no indica el desarrollo histórico de la obra, como en Gálatas, sino que describe sus resultados. 
Los esclavos están allí, en su esfera de la “casa”, pero los hijos adoptivos no han de colocarse entre ellos con miedo y temblor. 
Su espíritu es el de adopción, y habiendo sido colocados como hijos a la mesa del Padre, participando ya en sus consejos, han de portarse y obrar conforme al espíritu y condición de su nuevo estado.

El clamor de “Abba, Padre”. Tanto en (Ga 4:6) como en el versículo 15, aquí “clamar” traduce “krazo”, que es “clamar con voz en grito, o con urgencia”. 
En Gálatas es el mismo Espíritu de Cristo quien levanta el clamor de reconocimiento, y en Romanos somos “nosotros” los que clamamos, o sea, los redimidos que hemos recibido el espíritu de adopción. De hecho, es el Espíritu de Cristo el que vivifica nuestro espíritu, con el cual obra conjuntamente (Ro 8:16), de modo que las dos expresiones vienen a ser igual en la experiencia, subrayando ambas el control del Espíritu en la vida del creyente, si es que éste se somete a sus impulsos para disfrutar luego de su gloriosa plenitud.

Mucho se ha escrito sobre el uso del término “Abba”, seguido por su traducción en griego, “Padre”. 
Es expresión corriente que usan los niños hebreos de ayer y hoy, y aun admitiendo connotaciones familiares, no hemos de pensar en infantilismos. 
El Señor enseñó a los suyos que Dios era el Padre, el “Abba” de la nueva familia espiritual, y como Pablo era judío es natural que llevase metido en el corazón el amado apelativo arameo y que brotase espontáneamente de sus labios al meditar en la paternidad de Dios frente a sus hijos adoptivos. 
Es igualmente natural la traducción “Padre” (“ho pater”) al escribir en griego. En castellano, “Papá” da el sentido bastante bien, a condición de que no se añadan diminutivos o distorsiones impropios de la dignidad del solemne tema. 
La “casa” se agranda hasta lo infinito, pero el Dios de la gloria se presenta como Padre rodeado de hijos que han salido de la vileza del pecado y la servidumbre de la Ley para reconocerle como tal. Sólo el “Espíritu del Hijo”, obrando poderosamente en nuestro espíritu, puede llevarnos a la gozosa convicción de que el Dios de la gloria es nuestro Padre; que en Cristo somos para Dios —en la medida de lo posible, tratándose de Dios y de los hombres — lo que su Hijo es para él (Jn 17:23). 
Y el reconocimiento de tan sublime hecho brota de nuestros corazones sumisos, amantes y agradecidos como un clamor: “¡Abba! ¡Padre mío!”. Se ha dicho que Juan Wesley, en su conversión; “cambio la fe de un siervo por la fe de un hijo”, y a nosotros nos corresponde la meditación tranquila en este hecho revelado —sublime maravilla de la gracia de Dios— con el fin de que adoremos y sirvamos movidos por la profunda convicción de que Dios es nuestro Padre en Cristo Jesús. Es un hecho que él se deleita en escuchar hasta los balbuceos de sus hijos. 

El testimonio interno del Espíritu (Ro 8:16). 
El hecho de nuestra adopción es obra de Dios, suprema manifestación de su gracia en su favor para con nosotros. 
La base, como siempre, es la Obra expiatoria y redentora de la Cruz y el Agente interno es el Espíritu Santo. Ahora bien, el texto que tenemos delante no sólo vuelve a recalcar el hecho, sino que subraya su reconocimiento. Somos hijos de Dios (1 Jn 3:1-2) y además el Espíritu da testimonio conjuntamente con nuestro espíritu redimido para convencernos de que lo somos, y por eso reconocemos al Padre y levantamos el gozoso clamor de reconocimiento: “¡Abba! ¡El Padre!”. No perdamos de vista que el Espíritu Santo es también el Espíritu del Hijo, de modo que inunda nuestro corazón sumiso de esta comprensión de la paternidad de Dios —tratándose de quienes están en Cristo, el Hijo eterno— despertando a la vez en nosotros el espíritu filial.

El versículo 16 es importante también por el profundo significado del verbo “summartureo”, equivalente a “testificar juntamente con” nuestro espíritu. El principio ilustrado aquí abarca mucho más que el reconocimiento filial del hijo adoptivo, pues hemos de suponer el mismo procedimiento en cuanto a toda la operación del Espíritu Santo, Espíritu filial, Espíritu de Resurrección, dentro del creyente. Habita el cuerpo, convirtiéndolo en templo (1 Co 6:19), pero obra conjuntamente con el espíritu redimido del hijo de Dios. Poco sabemos de estos misterios espirituales, pero este texto echa luz sobre toda operación subjetiva del Espíritu al capacitar al creyente para su testimonio y servicio en este mundo. Obra conjuntamente con nuestro espíritu, y esta colaboración provee el enlace entre el ser humano redimido y la potencia del Trino Dios. 
El hombre “lleno del Espíritu” será aquel que se pone a la disposición del Espíritu Santo, en cuyo caso será muy difícil —y completamente innecesario— distinguir entre el espíritu humano y el Espíritu divino que obra conjuntamente con él. 
No hemos de esperar fenómenos raros cuando funcionan conjuntamente el Espíritu de Dios y el del creyente sumiso, sino más bien poderosos efectos internos —como éste de despertar el espíritu filial— que se manifiestan luego por el fruto del Espíritu (Ga 5:22-23) y por una presentación poderosa de la Palabra de la Cruz (1 Co 2:4-5).

La herencia de los hijos (Ro 8:17).
El Hijo Eterno es Heredero por las mismas condiciones de su ser. Cuando el autor de Hebreos escribe:
“Dios nos habló en su Hijo, 
a quien constituyó heredero de todas las cosas 
y por quien asimismo hizo el universo” 
(He 1:2), 
hemos de comprender que hace referencia al Hijo-mesías, el Agente de la Deidad para todos los aspectos de la obra, tanto de la primera creación como de la segunda (Col 1:16-20). 
En vista de la obra realizada, Dios señala al Hijo-mesías como heredero de todas las cosas. 
¿Cuál es la herencia del Hijo? 
No nos es posible contestar la pregunta en unas breves palabras, pues las promesas que se relacionan con la herencia son numerosas y muy complejas. 
Si pensamos en todo el fruto de la obra redentora, tanto en la tierra como en los cielos, podemos decir: “¡Allí está la herencia!”. 
Si Cristo se aclama como Heredero universal, es obvio que los creyentes sólo llegamos a ser herederos a través de nuestra relación con él, y ya en el capítulo cuatro Pablo probó que tal relación no se consigue por las obras de la Ley sino por la sumisión de la fe. 
Algo de la herencia se nos anticipa ahora, pues al señalar Dios una herencia para sí en los suyos que redimió les entregó a ellos el Espíritu Santo, esencia y anticipo de todo lo demás (Ef 1:13-14). Dios es mayor que todas sus obras, y, como el Padre de la nueva familia espiritual nos entrega no sólo el Don inefable de su Hijo, sino también las primicias del Espíritu Santo, Dios en nosotros.

Coherederos con Cristo (Ro 8:17). El versículo 17 señala y hace un recuento de los eslabones que enlazan al creyente con su herencia futura:
“y si hijos, también herederos; 
herederos de Dios y coherederos con Cristo”. 
Se recogen aquí dos hilos, combinándolos en una sola verdad consoladora. 
Pablo ha demostrado la relación espiritual del creyente con Dios, y este hecho lleva en sí la promesa de la herencia, vinculada con la relación filial. 
Ahora bien, Cristo ha sido declarado Heredero universal por los derechos inherentes en su persona y confirmados por su obra redentora. No existe contradicción, sin embargo, en que Pablo ve al creyente “en Cristo”, de modo que se confirma la herencia filial, presentándose como un acto de gracia del Heredero, quien nos asocia consigo mismo por el impulso de su amor, gozándose en tener “hijos”, “hermanos” o “esposa” ( todas las metáforas son válidas) con quienes podrá compartir riquezas que él mismo ha procurado.

Los padecimientos y la gloria (Ro 8:17). 
El último movimiento del versículo 17 combina los temas de la herencia, de los sufrimientos que participamos con Cristo, y de la gloria futura que tendremos con él. Recordemos que la frase “si es que” no pone en duda el hecho, sino señala sus consecuencias: 
“Puesto que es así que padecemos juntamente con él,
 juntamente con él seremos glorificados”. 
Tanto la herencia como la gloria surgen de nuestra unión de fe con el Heredero glorificado después de su victoria. 
Todo ello es inconmovible, pero Pablo —como el Maestro en (Jn 15:18-25), por ejemplo—, ve que los sufrimientos con Cristo constituyen una parte inevitable e inalienable de la profesión cristiana, pues no puede ser que él haya sufrido, siendo rechazado por el mundo, mientras que los discípulos asociados con él sean alabados por el mismo mundo que le odió a él sin causa. 
Bien, dice Pablo, nuestro íntimo enlace con Cristo y la consiguiente relación filial con Dios no pueden por menos que envenenar nuestras relaciones con el mundo, que es sistema que Satanás ha elaborado, aprovechando la rebeldía de los hombres; pero eso no debiera preocuparnos, pues las mismas relaciones garantizan la gloria futura que es de Cristo y que será la nuestra porque estamos unidos con él y seremos manifestados juntamente con él.

Estas consideraciones llevan a Pablo a la consideración de la perspectiva total de la carrera cristiana en sus variados aspectos. Su principio se halla en la voluntad y la vocación de Dios que garantiza una nueva raza de hijos recreados a la semejanza del Hijo. 
Por el momento nos hallamos no sólo en el mundo que rechazó a Cristo, sino también en la esfera de la naturaleza que sufre los efectos de la Caída, y tanto la rotura de nuestras relaciones con el mundo enemigo como la persistencia de otras con la naturaleza, producen efectos penosos. Pero el dolor será breve, porque aun la naturaleza será librada cuando Dios manifieste su gran familia de “hijos” unidos con el Hijo Heredero.

Pablo presenta aquí una verdadera filosofía cristiana —que nadie se asuste por este término—, ya que examina el pasado, el presente y el futuro, analizando el por qué de las condiciones actuales a la luz de las Escrituras ya dadas, iluminándolas también por medio de la revelación que él mismo había recibido del Señor. Los versículos que siguen resultan complicados y difíciles si se leen superficialmente. Iluminados por el Espíritu, ante la vista de un creyente inteligente, deseoso de comprender los caminos de Dios, cobran subido interés y quedamos asombrados ante el desarrollo de los vastos planes de la sabiduría de Dios, plasmados en la Persona y Obra de Cristo.

Esperanza bajo el yugo de la vanidad (Ro 8:17-28)


El desarrollo del pensamiento del apóstol


La actividad intelectual del apóstol Pablo es asombrosa, hasta tal punto que a nosotros nos cuesta mucho seguir los rápidos movimientos de su pensamiento inspirado. Pasamos ahora a un pasaje de gran interés que sitúa la vida del creyente no sólo dentro de la perspectiva de la obra providencial de Dios al llevar adelante sus propósitos en un mundo de pecado, sino al remontarse más la visión apostólica, dentro de los planes eternos del Trino Dios antes de que los mundos fuesen creados. Finalmente, entona un cántico de triunfo, viendo que Dios ha hecho provisión para la cumplida victoria de los suyos pese a todo el antagonismo de las fuerzas del mal.

¿Cuál es el hilo que enlaza los temas ya estudiados —la justificación y la santificación—con las profundas consideraciones filosóficas de la porción que hemos de estudiar? 
De hecho no deja nunca de enfrentar dos sistemas, el legalista y el de la gracia. 
El legalista entiende mal no sólo la manifestación de la justicia de Dios en la Ley sino también la finalidad del llamamiento de Abraham y del pueblo de Israel. 
Los sublimes propósitos de Dios se degradan hasta el punto de emplearse como un medio para enaltecer al hombre, dándole una supuesta base para apoyar su jactancia humana: 
“Yo soy israelita, escogido por Dios. 
Yo tengo y enseño la Ley, y, rodeándola de mis tradiciones, 
la guardo a mi entera satisfacción”. 
Moralistas había en el mundo gentil que también daban valor al hombre, sin reconocer su estado caído, y sus sistemas no diferían tanto del sistema legal judaico como a primera vista podríamos pensar (Ro 2:1-11) (Ga 4:1-11). Frente a estos sistemas Pablo presenta la obra de “sola gracia” que ha de ser recibida únicamente por la fe. Hablando “a lo humano”, para ser comprendidos, Dios planeó la victoria sobre el mal, y determinó que había de haber una raza escogida hecha a su imagen y semejanza. Sólo Dios puede llevar a cabo su propio plan, de modo que el gran Obrero ha de ser el Hijo eterno encarnado y nada se hará que no sea en él, por medio de él y para él (Col 1:13-20). 
El motor que impulsa la obra es el amor, pues Dios es amor, y el amor sólo puede manifestarse en operaciones a favor de otros, sin favoritismos ni parcialidades. De ahí la gracia, que abarca todas las operaciones redentoras de Dios llevadas a cabo por el Hijo en el plano histórico y por el Espíritu Santo en la esfera subjetiva. Después de hacer ver la justa base del perdón y su carácter de pura gracia, Pablo ha discurrido sobre la vida del creyente que se deriva enteramente de la Resurrección, llevándonos por fin a la hermosa figura de una familia de hijos adoptivos que reconocen a Dios por Padre, a la vez que él les reconoce por hijos.

El apóstol habría podido pasar en seguida al tema de la gloria, pero el gran místico no deja de ser también el enseñador de gran sentido práctico. Hasta que llegue el momento de la manifestación de la plenitud de la obra de Dios en Cristo, los “hijos”, a pesar de su nueva relación con Dios, tienen que caminar por este mundo que se halla bajo la sombra de la maldición a causa del pecado. 
¿Cómo se explican sus experiencias actuales?
¿Cómo y cuándo saldrán a la luz de la plena bendición? 
¿Cuál es su relación con la creación que les rodea? 
¿De cuáles auxilios disponen ellos durante el tiempo de esperanza y de paciencia? 
¿Cómo se relaciona su estado presente con el plan total de Dios en cuanto a ellos? 

En vista de que los enemigos aún disponen de potencia para atacar la obra de gracia de Dios, ¿estarán seguros los escogidos? 
Veremos que Pablo examina los problemas actuales, echando luz sobre los trágicos efectos del Mal. 
El místico no deja de ser realista, pero a la vez es optimista: por la sencilla razón de que enseña un evangelio de gracia, fundándose la esperanza totalmente en la obra de Dios: el Dios omnipotente que empeña todo su ser al llevar a cabo su plan de redención. 
¿Cómo, pues, podrá fracasar? 
Oímos los gemidos que suben del valle de dolor, pero Pablo nos sitúa en unas sublimes alturas de revelación desde las cuales paseamos la vista iluminada desde el propósito afirmado en Cristo antes de los siglos hasta la consumación de la gloria y la manifestación final de la nueva creación.

¡Que este breve prólogo sirva para despertar nuestro interés en el pasaje que tenemos delante, animándonos a examinarlo con toda la atención que merece, sin desmayarnos ante las aparentes dificultades de pensamiento y de expresión! Nos ofrece la clave que explica los misterios del tiempo y de la eternidad en cuanto rozan con la historia y la experiencia de los hijos de Dios, unidos éstos por la fe al gran Hijo Heredero.

La esperanza bajo el yugo de vanidad (Ro 8:18-25)

1.El sufrimiento y la gloria (Ro 8:18)

Pablo reconoce la inevitabilidad de los sufrimientos “del tiempo presente”, mientras rigen las condiciones que conocemos. Se relacionan mayormente con dos factores:

a) Nuestra asociación con la creación que resiente los efectos de la caída de su virrey.

b) Nuestra asociación con el Señor Jesucristo, quien fue rechazado por los príncipes de este mundo.

El Maestro mismo advirtió a los suyos que, como discípulos de un Señor rechazado injustamente por el mundo, no podrían esperar los halagos del mundo, sino todo lo contrario (Jn 15:18-25). 
Pero Pablo ha meditado profundamente en este tema, y, alentado por las promesas de la Palabra y por las visiones que le han sido concedidas, ha llegado a la firme convicción de que los padecimientos de ahora no son dignos de ser comparados con la gloria que ha de ser revelada en los hijos de Dios. 
No es que las bendiciones de la gloria han de superar en cierta medida los sufrimientos que conocemos, sino que éstos no se hallan en la misma categoría, de modo que es inútil la comparación.

Recordemos el antiguo himno de los cristianos del primer siglo: 
“Porque si hemos muerto con él, también viviremos con Él: 
Si sufrimos pacientemente, también reinaremos con Él” 
(2 Ti 2:11-12). 
Con palabras como éstas en sus labios, muchos cristianos iban valiente y aun gozosamente al martirio.

2. La expectación de la liberación (Ro 8:19-21)

El continuo anhelar de la creación (Ro 8:19). 
De un salto pasamos de los privilegios de la nueva familia de hijos adoptivos a la creación, o sea, al conjunto de las obras de Dios que fueron puestas bajo la autoridad del hombre (Gn 1:26-28) (Sal 8). Podría haber una referencia aquí a todo el cosmos, pero el pensamiento dominante del apóstol sigue las normas de los pasajes notados, juntamente con los lamentos del libro de Eclesiastés sobre la ruina y la vanidad de las obras de la creación en las manos del hombre caído.
Hay un profundo reconocimiento de que las cosas van mal —consciente en el hombre e inconsciente en la creación inferior—, y Pablo percibe el hondo suspiro que sube de todo lo creado mientras que espera el remedio propuesto por Dios. El mal surgió de la caída del hombre de su alto estado, de modo que el remedio vendrá cuando se manifieste la perfección de la obra redentora de Dios a favor del hombre, o sea, en el momento de la manifestación de los hijos de Dios, la nueva raza recreada a la imagen y semejanza del Hijo encarnado. 
“El continuo anhelar” (traduce “apokaradokia” (Fil 1:20), que significa una expectación que absorbe todo el ser
Es extraordinario que Pablo pudiera percibir tan profunda expectación en la creación, pero hemos de recordar que Dios no abandona sus obras ni deja de ser Creador de todo cuanto existe. El mundo del pecado ha de ser juzgado, pero la creación ha de ser perfeccionada.

La creación sujeta a la vanidad (Ro 8:20). 
Es preciso comprender la profunda verdad que encierra este verso, pues explica muchos fenómenos que extrañan al creyente si no comprende la obra providencial y judicial de Dios que aquí se revela. Refleja, desde luego, la sentencia pronunciada sobre el hombre caído en (Gn 3:17-19), pero los “espinos y cardos” son símbolos de algo más profundo y universal, y que es la tendencia de la tierra a producir lo inútil o dañino aparte de los esfuerzos y el sudor del hombre. 
La “vanidad” significa algo vacío, y modernamente emplearíamos el vocablo “frustración”.
Dios ordenó que el hombre no pudiera prosperar plenamente en su pecado —en cuyo caso nunca buscaría a Dios—, sino que le dice, en efecto: “Trabajarás y sudarás.
Mantendrás una parte de tu dominio en la tierra, pero a costa de esfuerzos ímprobos, sabiendo, además, que al momento en que tus obras lleguen a su perfección, empezarán a malograrse, como fruto que pasa el momento de su madurez. La muerte física cortará tus planes, impidiendo la terminación de tus obras; pero no sólo eso, sino que la satisfacción humana y los goces naturales durarán poco, y a menudo llevarán en sí el germen de tragedias. Pero este pesado yugo no es una manifestación de una venganza frente a la rebeldía de la raza, sino una prueba de mi cuidado providencial del hombre.

Sólo mi gracia podrá proveer remedio eficaz y costoso para un mal tan grave. 
Pero para poderlo gozar el hombre tendrá que llegar a la desesperación en cuanto a sus propios recursos. El yugo no se impone “de grado”, o sea, no me interesa que sufráis; es una necesidad por “mi causa”, pues, al imponerlo, adelanto mis propósitos de gracia, puesto que la “esperanza” que brota de mi gracia no se apreciará hasta que el hombre llegue a la desesperación en cuanto a sí mismo y a sus obras”.

Que el lector vuelva a leer el versículo 20 a la luz del sentido general que hemos querido aclarar en palabras sencillas. La “Expanded Paraphrase”, de F. F. Bruce, traduce el verso de esta manera: 
“Veis que la creación fue sujetada a la frustración, no de su propia voluntad, sino por la de Aquel que impuso la sujeción”. 
Se habla de la creación, mientras que nuestras notas han hecho referencia principalmente a la raza de los hombres, pero sin duda Pablo aprecia en todo momento el lazo que une las obras de Dios con aquel que fue creado para coronarlas y dirigirlas. 
Con James Denney preferimos aplicar la frase “no de grado” a Dios, y no al hombre, puesto que el relato de (Gn 2:8-9) nos enseña que Dios, al preparar un hogar para el hombre, 
“hizo nacer de la tierra todo árbol delicioso a la vista y bueno para comer”. 
Es decir, Dios se agradaba en colocar al hombre en un medio delicioso y útil, para la satisfacción de su sentido estético y sus legítimos deseos. Si tuvo que echar al hombre del Edén, forzándole a luchar con un mundo difícil y duro, fue en la esperanza de que por fin había de buscar su felicidad en Dios.

La liberación del yugo (Ro 8:21). 
Sin duda vemos a (Gn 3:17-19) en revés en este verso.
La enfática frase “la misma creación” lleva implícita en sí la liberación del hombre, señor de la creación, haciendo ver que, a causa del estrecho enlace entre el señor de la creación y “la misma creación”, aun las obras materiales y los seres inferiores participarán en la liberación final. El “yugo” aquí se llama “la servidumbre de la corrupción”; trágica frase que recalca el fin de todo aquello que no retiene el soplo de vida del Altísimo, Fuente de toda vida. 
Nos recuerda el principio de (Ga 6:8): 
“El que siembra para su propia carne, 
de la carne segará corrupción; 
mas el que siembra para el Espíritu, 
del Espíritu segará vida eterna”, 
y quedamos asombrados ante la ceguera del hombre carnal y mundano que rehúsa sacar las claras deducciones de la experiencia común de la raza desde la Caída.
Hay centenares de poesías pesimistas, como las antiquísimas “Coplas de Jorge Manrique”, pero ¿quién hace caso? Las nuevas generaciones no quieren aprender las lecciones de las anteriores, prefiriendo caer en el mismo pozo “a su manera”:
“Los placeres y dulzores
desta vida trabajada
que tenemos,
¿qué son sino corredores,
y la muerte la celada en que caemos?
No mirando nuestro daño,
corrernos a rienda suelta sin parar;
desque vemos el engaño
y queremos dar la vuelta,
no hay lugar.”
(Jorge Manrique, 1440-1478,
“Coplas que fizo por la muerte de su padre.”)
“La libertad de la gloria de los hijos de Dios” (Ro 8:21). 
Por la pérdida de su gloria, o sea, por la vergüenza de su desobediencia, el primer hombre envolvió en su caída las hermosas obras de Dios que estaban bajo su señorío. 
Cuando Dios tenga su raza de hombres recreados conformes a la imagen de su Hijo (Ro 8:29), la “gloria” renovada supondrá la bendita libertad de quienes someten su voluntad a la del Creador. 
La falsa “libertad” de la rebelión ha resultado ser una triste esclavitud bajo la corrupción, pero cuando el “hombre” —en estrecha relación con el Dios-hombre— se halle de nuevo en su lugar, se proclamará el año de jubileo para toda la creación. Por otras Escrituras podemos deducir que el reino milenial constituirá un “ensayo general” de esta libertad dentro de los límites de esta tierra, dando lugar luego a la plenitud del estado eterno en la nueva creación profetizada en pasajes como (2 P 3:13) y (Ap 21), que llevan a su consumación, a la luz del Nuevo Siglo, las muchísimas profecías del Antiguo Testamento sobre una futura renovación (Isaías capítulos 11, 12, 65 etc.).

3. Los gemidos y la esperanza (Ro 8:22-25)

Los gemidos de la creación (Ro 8:22). 
La creación gime conjuntamente en todas sus partes como resultado de la Caída, empleando Pablo dos verbos: el normal para gemir y el segundo que indica “dolores de parto”. Recogiendo un pensamiento de los rabinos, algunos teólogos hablan de los “dolores Messiae” (dolores de parto del Mesías) que corresponden, más o menos, a los juicios y tribulaciones del Día de Jehová, preludios de la gloria del Reino. Tal concepto no corresponde a los “gemidos” aquí, pues no se trata de la crisis dolorosa que dará lugar a la gloria del Reino, sino de largos siglos de “gemidos” a causa del yugo de frustración que ya hemos descrito. Con todo, el segundo verbo, (“dolores de parto”), enfatiza la esperanza de la libertad y la nueva vida. Sabemos que los gemidos conjuntos son un hecho, no sólo por la experiencia de la vida en este mundo que yace bajo la sombra de la frustración, sino también por la revelación del Antiguo Testamento. Muy importante en este orden de ideas es el libro de Eclesiastés, que algunos cristianos hallan tan difícil, ya que el escritor, pesimista en cierto pasajes, aparenta colocar al hombre al nivel de los animales (Ec 3:18-21), llegando a la triste conclusión de que toda actividad humana, aun la de acumular sabiduría, es “vanidad de vanidades”, o sea algo vacío de sentido. Para quien escribe este libro ocupa un lugar importante —y aun clave— en el conjunto del canon, precisamente por este examen de la vida del hombre “debajo del sol”. Es preciso que en algún lugar de la revelación escrita tengamos un dictamen autorizado sobre este tema. 
El autor es un hombre temeroso de Dios (Eclesiastés capítulos 11 y 12), que se propone examinar la vida del hombre natural y caído que ignora aún el fin de los pensamientos de Dios (Ec 11:5), pero no por eso ha de dejar de echar al voleo su semilla, pues algún fruto habrá (Ec 11:6). 
El sabio ve claramente el ciclo desesperante de la vida, pues si aun las obras y la sabiduría llegan a su fin, ¿cuánto más la búsqueda del placer? El hombre malo y violento oprime al pobre y al humilde, y lo más probable es que el bueno y sabio será olvidado (Ec 9:13-18). 
¿Y no tenemos aquí una descripción exacta del mundo que coloca el “yo”, la fuerza bruta y el bien material en el lugar de Dios? El sabio no es un escéptico, sino un realista que ve las cosas tal como son “debajo del sol”. Pero de la manera en que la Ley destruye toda esperanza humana en la esfera moral, rechazando sus “buenas obras”, con el fin de prepararle para recibir la justicia de Dios en Cristo, así el libro de Eclesiastés derrumba toda esperanza de felicidad en la esfera natural de los hombres caídos. Si aprendemos bien esta lección estaremos dispuestos a buscar a Dios, esperando toda bendición del sol para arriba, donde hallaremos que el hombre de fe es bendecido “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Ef 1:3-4). 
El libro de Eclesiastés es tan inspirado como cualquier otro del canon, pero echa su penetrante luz sobre una esfera cuidadosamente delimitada, sobre el mundo que gime hasta ahora bajo el yugo de frustración. El que llega a comprender la pobreza de este suelo estará dispuesto a buscar las verdaderas riquezas en el cielo, llegando a ser “bienaventurado” y “rico en Dios” (Mt 5:2-6) (Lc 12:13-21).

Nuestros gemidos y nuestra esperanza (Ro 8:23). 
Si nosotros, los creyentes, gracias a nuestra asociación con Cristo en su muerte y resurrección, hemos pasado a la “nueva creación” donde “las cosas viejas pasaron”, dando lugar a que todas sean hechas nuevas (2 Co 5:17-18), ¿no podríamos esperar una liberación total de los gemidos de la creación bajo maldición? ¿No tenemos ya las primicias del Espíritu, o sea la presencia de Dios como divino Residente en nuestro ser renovado? 
Es cierto que en la perspectiva de la nueva creación toda siembra espiritual dará lugar a una cosecha duradera y libre de corrupción, pero hasta que llegue el día de la consumación estamos enlazados con el orden presente, y por eso el apóstol afirma: 
“Y no sólo eso, sino que nosotros mismos, 
que tenemos por primicias al Espíritu, 
nosotros también gemimos interiormente, 
aguardando nuestra adopción, 
esto es, la redención de nuestro cuerpo”. 
Notemos cómo Pablo recalca el pronombre “nosotros” para que no nos equivoquemos sobre este particular. El cuerpo está relacionado con el orden de la naturaleza; vivimos en una esfera donde operan —en variadas circunstancias— las fuerzas de un mundo bajo el yugo de frustración, y dentro de nosotros se halla la carne, o sea la naturaleza adámica, crucificada, pero no eliminada. 
Los “gemidos” pueden surgir de lo más profundo de nuestro ser, indicando agudos dolores que es preciso aguantar, y que son necesarios, además, para nuestro entrenamiento (véanse las notas sobre (Ro 5:3-6).
Entonces, ¿qué diferencia hay entre el creyente y el mundano en tan importante aspecto de su vida? La diferencia constituye el tema de esta sección, que no es tanto el dolor — algo natural mientras peregrinamos aquí— sino la revelación futura de los hijos de Dios, rodeando al gran Heredero. Si vemos delante una meta de gloria, las etapas dolorosas serán mucho más llevaderas. No sólo eso, sino que Dios hace provisiones especiales para los suyos, que estudiaremos en los versículos 26-28.
La esperanza se describe en este versículo por el término “adopción” (“huiothesia”), explicado a su vez por la frase: “La redención de nuestro cuerpo”. Estos términos nos son familiares, pues ya hemos visto (Ro 8:15) que, en Cristo, somos “colocados como hijos de Dios” y que el Espíritu del Hijo produce en nosotros el “espíritu de adopción”. Si volvemos a las notas sobre (Ro 3:24) veremos que el creyente justificado ha sido redimido o rescatado de su esclavitud anterior, ya que Cristo pagó el precio de nuestra liberación.
¿Cómo es, pues, que hallamos los mismos términos en un contexto que señala la gloria futura? 
La redención actual es un hecho, pero el cuerpo está sujeto aún a las condiciones naturales que arrancan de nosotros los “gemidos” que hemos venido considerando. 
Por fin tendremos un cuerpo de resurrección, perfectamente controlado por el espíritu redimido, que, a su vez, obedecerá los impulsos del Espíritu de Dios (1 Co 15:42-55) (2 Co 5:1-9). 
El cuerpo presente es “psuchikos”, o sea, se controla por el alma; el cuerpo futuro, el de la “manifestación”, se moverá sobre un plano más elevado, sin que por eso perdamos la personalidad que nos es propia. He aquí la “redención del cuerpo” que esperamos.
Tenemos ahora nuestra adopción como hijos de Dios, pero la resurrección y la manifestación de la gloria completará el proceso, o, en otras palabras, los hijos serán revelados como tales, correspondiendo su aspecto y circunstancias a su elevada categoría.

Salvos en esperanza (Ro 8:24-25). 
La esperanza se asocia siempre con la fe (1 Co 13:13) (1 Ts 1:3), por la sencilla razón que si el Evangelio no abriera perspectivas de gloria, un “algo” que se ha de realizar en el porvenir, nadie haría caso del mensaje. 
Es verdad que el tema fundamental del Evangelio señala el hecho histórico de la muerte de Cristo que quita el pecado, pero las Buenas Nuevas no serían completas si no proclamaran también la resurrección de Cristo y nuestra participación en ella (1 Co 15:1-19). 
Nuestra “edad de oro” está en el porvenir, pues sabemos que no podemos vivir del recuerdo de las bendiciones del Edén antes de la caída de Adán. Lo que nos interesa es la bendición que nos traerá el Postrer Adán, gracias a su muerte y su resurrección.
Pablo exhorta a una vida santificada, digna de los hijos de Dios, haciendo ver que mientras dure la vida aquí no podemos disfrutar de la plenitud de la redención. Somos hijos de esperanza, y la plena realización de ella se vislumbra al final del camino. 
Con todo, no se trata de la varia esperanza de los hombres, que “esperan” y “temen” a la vez, pues el futuro se funda sobre un hecho real ya consumado históricamente. Tenemos y tendremos vida eterna. Somos redimidos y seremos redimidos. Somos adoptados, pero nos espera la plena manifestación de nuestra categoría como hijos de Dios en íntima asociación con Cristo (Col 3:1-3). 
“Esperanza” en el Nuevo Testamento quiere decir “un propósito de Dios que aún no se ha realizado, pero que ha sido asegurado por medio de sus promesas”. Por eso “con paciencia aguardamos”, traduciendo “paciencia” el vocablo “hupomone”, la disposición de ánimo que “permanece debajo de la carga sin desmayar”.
No es mera resignación, sino perseverancia en la tarea. Somos salvos por la gracia de Dios en cuanto a su fuente; somos salvados por Cristo, ya que él es el Agente que llevó a cabo la obra; somos salvados por la muerte de Cristo, por ser ella el medio que anuló el pecado; somos salvos por la vida de Cristo, que es la garantía y la esencia de la nuestra; somos salvados por la fe, porque la fe descansa en el Salvador y nos une con él; somos salvos en (o por) esperanza, puesto que la salvación completa se halla en el porvenir. 
Él verbo “esperar” o “aguardar” en los versículos 19, 23 y 25 es “apekdechomai”, una forma enfatizada de esperar, dando el sentido de “esperar afanosa o vehementemente”. Hemos de preguntarnos si, en nuestro caso, la “esperanza de la venida del Señor” no pasa de ser una mera doctrina consoladora, o si la “bienaventurada esperanza” transforma todo nuestro modo de ser y pensar.

Los auxilios del Espíritu Santo (Ro 8:26-28)

1.El auxilio del Espíritu en la oración (Ro 8:26-27)

La flaqueza en la oración (Ro 8:26). 
El creyente poco enseñado en los caminos de Dios podría caer en el pesimismo, preocupándose más por los “gemidos”, las dificultades de las circunstancias y la maldad del mundo que no por la gloriosa esperanza que le espera en común con los demás hijos adoptivos. 
Tal pesimismo —manifestado más en suspiros superficiales que no en los gemidos producidos por el Espíritu Santo— es una especie de egoísmo, de desgana frente al significado del camino cristiano, siendo, además, totalmente innecesario, pu esto que Dios provee los auxilios precisos a fin de que sus elegidos le glorifiquen por medio de vidas triunfantes. Con todo, es preciso que comprendamos la “flaqueza” para poder aprovechar los auxilios de la gracia. Pablo halla la máxima expresión de esta flaqueza en el hecho de que 
“no sabemos lo que hemos de pedir ni cómo debemos pedirlo”. 
Fijémonos bien en que no dice “no sabemos realizar las obras que Dios nos ha encomendado”, sino que ni siquiera sabemos escoger temas para la oración, y menos aún presentarlos como es debido delante de Dios. El apóstol nos recuerda en estas palabras que el ejercicio fundamental del hijo de Dios es la verdadera oración, que no es una sucesión de súplicas egoístas, sino la comunión con Dios, por la que somos admitidos al secreto de sus consejos, como también a una colaboración con él en cuanto a sus propósitos.

La ayuda en la oración (Ro 8:26-27). 
El Espíritu Santo es el “Paracletos”, el “otro Cristo” que mora en nuestro corazón (recuérdense las observaciones sobre (Ro 8:11) para realizar subjetivamente a favor de los creyentes lo que el Maestro hacía por los suyos cuando estuvo con ellos. Cristo enseñó a sus discípulos a orar, e intercedió por ellos ante el Padre. La obra del Espíritu en este terreno es complementaria a la del Maestro. Cristo no deja de interceder por nosotros a la Diestra (Ro 8:34), y a la vez el Espíritu intercede dentro de nosotros, produciendo aquellos “gemidos indecibles” que jamás subirían de nuestros corazones naturales por esfuerzo propio. Sin duda, el Espíritu Santo inspira toda verdadera oración que surge del corazón del hijo adoptivo de Dios, pero no todo ha de ser “indecible”, o sea, más allá de la expresión inteligente. Hay claras expresiones de alabanza y de súplica que el creyente presenta, tanto en privado como en público, delante del Padre. Existe el grave peligro de multiplicar expresiones piadosas en tales oraciones que no proceden de una obra genuina del Espíritu; pero no podemos ocuparnos de eso aquí. La frase del apóstol profundiza hondamente en el misterio de la oración, y hemos de entender que sólo el Espíritu puede producir los hondos anhelos en el corazón del hijo de Dios que constituyen la sustancia y esencia de toda verdadera oración. Quizá algunos de estos anhelos lleguen a la consciencia iluminada de quien ora, expresándose en palabras inteligibles. Otros quedan sin expresión —no se trata aquí de las “palabras inefables” que Pablo oyera en visión celeste (2 Co 12:4)—, pero el hecho de haberse producido los anhelos es en sí importantísimo, y el Espíritu que los inspira bien puede interpretarlos delante de Dios, puesto que “conforme a la voluntad de Dios intercede por los santos”. 
A la luz de todo cuanto se revela sobre la obra del Espíritu Santo en las Escrituras, hemos de entender una intercesión por los santos a través de los santos, pues es el Hijo quien obra objetivamente para adelantar el gran propósito de gracia, mientras que el Espíritu da vitalidad y valor a la obra dentro de los corazones de los hombres.

“El que escudriña los corazones” (1 S 16:7) (Sal 7:9) (He 4:12), es título solemne que reiteradamente se aplica a Dios, y su contexto aquí nos hace saber que Dios distingue perfectamente entre la intercesión real, obra del Espíritu, por la cual colaboramos con él a favor de los santos o de los inconversos, y aquella otra “oración retórica” que explaya lugares comunes delante de Dios sin que intervenga en ella el impulso del Espíritu, quien vitaliza los hondos deseos del creyente.

2.El auxilio divino en las circunstancias de la vida (Ro 8:28)

La providencia de Dios (Ro 8:28). 
Hay buen apoyo documental y exegético para la traducción siguiente de este conocido texto: 
“Para quienes aman a Dios, 
Dios obra todas las cosas conjuntamente con ellos para bien”. 
No se trata de una combinación fortuita de las múltiples y variadas circunstancias de la vida -muchas de ellas aparentemente adversas— para el bien de quienes aman a Dios, sino de las sabias operaciones de la providencia de Dios, y quizá los versos anteriores nos hacen pensar especialmente en la obra del Espíritu Santo. Cuando el apóstol afirma: “Sabemos...”, habla como hombre de fe, pues la vista natural sólo distingue el “bien” en ciertas contingencias que parecen favorecer a los santos, pero Pablo insiste en que Dios obra en todas las cosas para bien.
La providencia de Dios es un gran tema muy amplio que necesitaría mucho espacio para un desarrollo siquiera somero de sus muchas facetas, pero, cuando menos significa que Dios prevé y provee todas las cosas, manteniendo sus propósitos soberanos a pesar del misterio del mal y la necesidad (porque Dios lo quiere así) de tratar con el hombre de tal forma que no deje jamás de ser una persona de responsabilidad moral, no libre para hacer el bien por sus impulsos naturales de hombre caído, pero sí libre para aprovechar o rechazar la gracia de Dios. 
Dios no es responsable por el mal del hombre que rehusa su amor y gracia, pero sí es poderoso para hacer que “la ira del hombre le acarree alabanza” (Sal 76:10), ordenando que la maldad de los malos redunde en el bien último de sus hijos. En vista de la confusión que rige en el mundo, mientras que esperamos la consumación, es un gran acto de fe comprender que Dios obra en todas las cosas para el bien de los suyos. No nos olvidemos de que Pablo está describiendo los recursos divinos aplicados para el bien de los hijos adoptivos, que es algo escondido aún de los ojos del mundo.
Precisan esta ayuda especial tanto en la verdadera oración —su enlace con el Trono de Dios—, como en su encuentro diario con las contingencias de la vida en un mundo de pecado. Si “la mano de la fe” aprovecha las maravillosas provisiones divinas que Pablo revela, la vida se convertirá, de dolorosa y triste, en gozosa y triunfante.

“Aquellos que aman a Dios..., los llamados según su propósito” (Ro 8:28). 
La obra de Dios que coordina todas las cosas para bien opera a favor de quienes le aman, y éstos se describen también como “los llamados” dentro de la perspectiva del propósito de Dios. 
Sin duda, la providencia abarca esferas más amplias, pero hemos de concretarnos al pensamiento de Pablo. 
Rozamos aquí con términos que han dado lugar a mucha discusión teológica, y sin duda las últimas cláusulas del versículo 28 vinculan el argumento general con la majestuosa presentación del propósito de Dios en los versículos 29 y 30. Pablo está pensando en la familia cristiana, de modo que los “llamados” son aquellos que, habiendo oído el llamamiento general del Evangelio, han respondido a la Palabra con fe, hallándose por lo tanto “en Cristo”, el que Dios eligió para la consumación de todos sus propósitos de gracia y de juicio. 
El propósito (“prothesis”) corresponde al gran plan por medio del cual Dios en Cristo ha de formar una compañía de creyentes “santos y sin mácula en su presencia” (Ef 1:3-9). 
La operación del plan se da a conocer en el Evangelio, que presenta delante de todos la perfecta obra de expiación que Cristo llevó a cabo en la Cruz, de tal forma que los sumisos que se arrepienten y creen reciben el perdón de los pecados y la vida eterna. Son aquellos que “aman a Dios”, y pensamos en la “mujer pecadora” (mejor, quizá, la “mujer arrepentida”), de (Lc 7:36-50), quien, habiendo oído una invitación del Señor, acudió a su presencia con el fin de manifestar su “mucho amor”. La revelación que Dios da de sí mismo a través de las Escrituras, especialmente su consumación en Cristo, prohibe toda idea de un llamamiento arbitrario; en todo momento hemos de ver implícitos los grandes principios del Evangelio, aunque no todo puede presentarse en todos los pasajes. 
La totalidad del Evangelio nos revela la “cara y cruz” del propósito de Dios, por una parte, y la responsabilidad del hombre por otra, siempre dentro de una obra de pura gracia que prohíbe todo pensamiento de una vocación basada sobre méritos humanos o de “obras buenas”.

“Sabemos..., no sabemos..., sabernos” (Ro 8:22,26,28). 
Una manera eficaz de recapitular las enseñanzas de este profundo pasaje sería la de volver a meditar en el uso que Pablo hace del verbo “saber”, sin olvidarnos de la firme convicción que expresa también en el versículo 18. “El hombre de la calle” sufre no sólo a causa del impacto de las circunstancias de la vida, sino también a causa de su propia desorientación. 
Si es un hombre más o menos culto, leerá centenares de artículos y libros sobre las condiciones de nuestro tiempo, pero, pese a los conocimientos y la capacidad de muchos autores, no podrá orientarse. En primer término, halla muchos criterios contrastados; en segundo término, no ve que las ideas, brillantes o pedestres, le solucionen su problema personal.

Pablo no había inventado un sistema filosófico entre tantos otros, sino que presentaba verdades que Dios le había revelado. Para él “lo presente” no constituía una pieza, de forma rara, parte de un rompecabezas cuyos componentes se habían esparcido por doquier. Antes bien, lo veía en relación con un plan divino revelado a través de los siglos, del cual Cristo era el Centro. Ninguna confianza tenía en la carne, de modo que sabía que el creyente ni siquiera podía orar con eficacia sin el auxilio del Espíritu Santo. 
Al mismo tiempo echaba su iluminada mirada sobre el confuso panorama del mundo, y exclamaba:
“Sabemos que toda la creación gime conjuntamente...”. 
Pero no se desesperaba por ello, sino que sabía que la gloria futura de los hijos de Dios había de sobrepasar inmensamente el dolor presente, y sabía que Dios obraba según su providencia para el bien último de todos los suyos. 
La fe nos libra de vanas cavilaciones para introducirnos a la esfera de los hechos revelados por la voluntad de Dios.

Victoria y seguridad del creyente (Ro 8:29-39)

La historia de los hijos en amplia perspectiva (Ro 8:29-30)

1.Las etapas en el desarrollo del gran plan de Dios (Ro 8:29-30)

El contexto y el plan. Aun una consideración rápida de estos dos versículos revela que las distintas frases —formando una cadena que se extiende desde la eternidad hasta la eternidad—son grávidas de profundo significado. 
Para verlos en su contexto hemos de recordar que Pablo no se aparta de su propósito de declarar, en palabras inspiradas, la posición, la naturaleza y el destino de los justificados por la gracia. 
Desde (Ro 3:20) hasta (Ro 8:17) se ven en relación con Cristo, muerto por ellos y resucitado, que es la base de todo. En el breve inciso de (Ro 8:18-20) —inciso que no deja de ser eslabón en la serie de razonamientos—, el creyente se ve en su caminar por un mundo que se halla bajo la sombra de la maldición a causa del pecado, anhelando el gran fin y sostenido por los auxilios del Espíritu Santo. Antes de prorrumpir en un cántico de confianza y de victoria, Pablo relaciona la condición de la gran familia de creyentes con el plan que Dios ha realizado en el Hijo, pasando desde la presciencia de Dios al formular el plan —hablamos “humanamente”— hasta la glorificación de los justificados. 
Jamás telescopio alguno ha abarcado una extensión tan amplia del tiempo y del espacio, y al meditar en estos versos somos elevados a la última realidad del pensamiento y del plan de Dios.

La presciencia de Dios (Ro 8:29).

Desarrollando la referencia a “los que aman a Dios, los que según su propósito (prothesis) son llamados” en el versículo 28, Pablo empieza a describir las etapas de la historia espiritual de los llamados, declarando: 
“Porque a los que de antemano conoció, también los preordinó”. 
“Conocer de antemano”, traduce el verbo griego: “proginiisko”, un compuesto del verbo sencillo “ginósko”, “conocer”, con “pro”, “anteriormente”. 
El sentido más obvio del texto es que Dios, conociendo de antemano a quienes habían de aceptar el Evangelio, les preordinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo (1 P 1:2). 
Algunos expositores, sin embargo, insisten en que el “conocimiento” de Dios ha de ser algo más que una mera función de su inteligencia, pues quien “conoce” es el Dios soberano, cuyos pensamientos dan realidad a todo cuanto existe. 
En este caso, “conocer de antemano” llega a ser equivalente a “elegir”. 
Pero un erudito tan exacto como H. P. Liddon no admite la extensión del significado primordial del verbo, declarando: Este “proegnó” es estrictamente un acto de la inteligencia divina, ha sido comprendido como si fuera un conocimiento creador, que abarca los afectos y la elección; pero el empleo de este vocablo en el Nuevo Testamento no admite esto, ni siquiera en (Ro 11:2) ó (1 P 1:20), y hemos de quedar con el significado de “conocer de antemano” (Hch 26:5) (2 P 3:17). (Epistle to the Ronzans, in loc.) 
La discusión es importante para el estudio de las interrelaciones de la soberanía divina con la libertad humana, pues surge la pregunta: 
“¿Puede el hombre aceptar o rechazar la gracia de Dios?” 
W. E. Vine procura mantener el debido equilibrio: 
“Presciencia es un aspecto de omnisciencia, y es implícita en todas las amonestaciones, promesas y predicciones de Dios (Hch 15:18). Implícita en la presciencia de Dios es su gracia en elección, pero esto no excluye la función de la voluntad humana, pues Dios conoce de antemano el ejercicio de fe que es preciso para la salvación. El apóstol Pablo subraya más bien los propósitos de Dios en sí antes que la base de estos propósitos (Ga 1:16) con (Ef 1:5,11). Los consejos divinos tendrán que cumplirse necesariamente” (Expository Dictionary of the New Testament, bajo Foreknow).
La preordinación de los santos (Ro 8:29). 
En castellano preferimos el verbo “preordinar” al más corriente “predestinar”, dadas las connotaciones paganas del concepto del “destino”.
El verbo griego es “proorizó”, que quiere decir “decidir u ordenar de antemano”, que, tratándose de Dios, indica su determinación incontrastable de cumplir el consejo divino de (Gn 1:26), aparentemente frustrada por la Caída, de tener delante de sí una raza humana que refleje su imagen y semejanza. Situándonos dentro de la perspectiva eterna, hemos de comprender que el plan de la redención en el Hijo precede a la creación del hombre sobre la tierra, y, por lo tanto, es independiente de las contingencias que surgieron de la caída del hombre. 
Es una lástima que el pensamiento consolador que Pablo adelanta aquí se haya convertido en tormento para muchas almas fieles, quienes preguntan: 
“¿Soy yo un elegido o un preterido?”, y trágico también que pensadores cristianos se hayan dividido en “calvinistas” o “arminianos”, frente al misterio de la voluntad divina y la libertad moral humana. Para quien escribe, el equívoco surge de la falta de mantener el debido equilibrio en la doctrina bíblica, pues un pasaje suele revelar una fase de la verdad total, al par que otro enfatiza su complemento, siendo todas las facetas necesarias para revelar la múltiple gloria del propósito divino. 
No sólo eso, sino que ciertos teólogos tienden a “simplificar” el vasto concepto de la voluntad divina, resolviéndola en una serie de “decretos”. 
Parece obvio a quien escribe que la voluntad de Dios se ha revelado en las Escrituras, y, sobre todo, en Cristo y su obra, de modo que nuestra labor ha de ser preeminentemente exegética. 
Existe el peligro de “llenar los huecos” por medio de la lógica humana al sistematizar los frutos de una exégesis que podría ser incompleta. 
La voluntad revelada abarca el propósito de crear una raza de hombres que han de adorar y servir a Dios con la libertad que sólo puede dar sentido al amor y a la obediencia. 
El detalle de la operación del plan se revela en el Evangelio de la gracia de Dios, que se presenta a todos. Es eligrosísimo especular o filosofar sobre la voluntad de Dios, y lo único que nos cabe es la humilde meditación en lo claramente revelado para poder “crecer en el conocimiento de Dios” (Col 1:10) (2 P 1:2-3) (2 P 3:18). 
No cabe duda de que la “preordinación” (o elección) siempre se presenta en sentido positivo, en relación con el propósito de Dios de formar un pueblo santo y sin mácula (Ef 1:4), o, en otras palabras, de ver la nueva raza de redimidos reflejando cumplidamente la gloria de Cristo, según los versos que examinamos. Aparentes excepciones a esta norma se estudiarán en las notas sobre (Ro 9:13-19). Gocémonos, pues, en que el Trino Dios, en eterno consejo, determinó que el Hijo había de cumplir la voluntad divina con respecto a todo lo creado, y en que nosotros, que nos hallamos en Cristo, somos los preordinados para participar en las excelsas glorias del Hijo victorioso.

La conformidad a la imagen del Hijo (Ro 8:29). 
Ya hemos recordado el consejo divino de (Gn 1:26) en cuanto a la naturaleza y el destino del hombre, viéndolo dentro del plan anterior y superior determinado en Cristo antes de que los mundos existiesen. El plan de Dios, fundado en su gracia y basado en la obra de la Cruz, llegará a su cénit “en la dispensación de los tiempos” cuando Dios “reunirá todas las cosas en Cristo, así las que están en los cielos, como en las que sobre la tierra”. 
Todo el pasaje de (Ef 1:3-11) debe estudiarse en relación con este plan total.

La conformidad a la imagen del Hijo puede entenderse como expresión de la obra del Espíritu Santo en los “resucitados” espiritualmente de esta dispensación, y recordamos las maravillosas expresiones de Pablo a este respecto en (2 Co 3:18): 
“A nosotros todos, contemplando a cara descubierta, 
como en un espejo, la gloria del Señor, 
somos transformados en la misma Imagen, 
de gloria en gloria, como por obra del Señor, del Espíritu”. 
La “imagen” es de Aquel que creó al nuevo hombre por los misterios de la Cruz, la Resurrección y por el don del Espíritu (Col 3:10) (Ef 4:24), y viene a ser la consumación actual del consejo de (Gn 1:26). Con todo, el apóstol está pensando “escatológicamente” en el pasaje que estamos estudiando, o sea, contempla la obra final en toda su perfección, ya que compendia, en unas breves frases, la historia completa del hijo de Dios, dirigiendo nuestro pensamiento a la plenitud de la “adopción”, que abarca la redención del cuerpo. Sólo resta aclarar que la manifestación de la imagen del Hijo en los creyentes no ha de borrar la personalidad de cada uno, sino, por lo contrario, llevarla a su perfección. Lo que se verá es la gloria de Cristo a través de la personalidad de los redimidos, ya que tiene que perfeccionarse y consumarse el propósito original:
“Hagamos al hombre a nuestra semejanza...”.

El Primogénito (Ro 8:29).

Los títulos del Hijo han de entenderse en relación con su obra y dentro de la necesidad del empleo de expresiones antropomórficas. 
Es decir, los hondos misterios de la Deidad necesitan un lenguaje celestial para su adecuada manifestación, pero como aún no hemos aprendido tal lenguaje, Dios se digna emplear analogías humanas, que han de limitarse estrictamente al aspecto de la persona y obra del Hijo que se presenta. Como título “prótotokos” se emplea en (Col 1:15,18) (He 1:6) (Ap 1:5); y, por extensión, a la “congregación de los primogénitos” en (He 12:23). 
Este título no se presta a deducciones en cuanto a las eternas relaciones del Hijo con el Padre y con el Espíritu Santo, sino que se limita a expresar la preeminencia del Hijo, en primer lugar, frente a la primera creación, que es su obra (Col 1:15-16), y en segundo lugar, frente a la nueva creación, que también es su obra, gracias a la expiación sellada por la Resurrección (Col 1:18). 
Esta preeminencia le constituye Cabeza de la nueva raza de los primogénitos, que 
es el tema en (Ro 8:29) y (He 12:23). En nuestro versículo, los miembros de la raza reciben el dulce nombre de “hermanos”; pero, en general, podemos decir que el Hijo se digna llamar a los salvos “hermanos”, sin que éstos se atrevan a dirigirse a él como “Hermano mayor”. Véanse aspectos del tema en (Mr 3:31-35) (Jn 20:16-17) (He 2:9-18).

2. Los pasos a la gloria (Ro 8:30)

El Apóstol ha descrito maravillosamente el gran plan de los siglos, pero, antes de dejar el tema, le parece bien repasar rápidamente los eslabones que unen el propósito original en Cristo con la gloria de los hijos, considerada como ya consumada.

“A los que preordinó” (Ro 8:30).
Reiteramos que la preordinación tiene su raíz en la elección del Hijo como el gran Obrero que ha de llevar a cabo la destrucción de las obras del diablo (1 Jn 3:8). Quienes se hallan en el Hijo —por los medios determinados en el Evangelio— son los preordinados. Evitemos el peligro de querer meternos en las cosas secretas de nuestro Dios, contentándonos con las reveladas (Dt 29:29).

“A éstos también llamó” (Ro 8:30). 
Es el llamamiento eficaz de quienes, habiendo oído el llamamiento general del Evangelio, admiten las operaciones del Espíritu Santo que convencen del pecado y les dan la gracia necesaria para el arrepentimiento y la fe en Cristo.

“A éstos también justificó” (Ro 8:30). 
Se destaca, dentro de la perspectiva celestial, el tema de los capítulos 3 y 4 que estudiamos en detalle en su lugar. Pablo no puede olvidarse del aspecto jurídico de la salvación, y recuerda que el enlace de la fe con Cristo, quien ofreció una perfecta satisfacción ante el trono de justicia de Dios, procura nuestra justificación: la declaración de que legalmente no hay nada en contra de quien se halla “en Cristo”.

“A éstos también glorificó” (Ro 8:30). 
La glorificación pertenece al futuro y es objeto de los profundos anhelos de los hijos de Dios, pero Pablo no cambia el tiempo del verbo (aorista o pretérito), por la razón de que está contemplando la obra total de Dios a favor de los hijos, y lo que Dios determinó se ha realizado ya en el pensamiento y la voluntad del Eterno. Sólo espera su manifestación cuando suene la “hora”, hablando en términos de este régimen del “tiempo”, necesario para la criatura.

La contemplación de la obra (Ro 8:31).
El apóstol, después de la descripción inspirada de la obra total de la gracia de Dios a favor de los hijos, hace un alto para contemplar la sublimidad del plan y de su realización, exclamando: 
“¿Qué, pues, diremos a esto?” 
Va a pasar a enfatizar tanto la seguridad como la victoria final de los creyentes, pero nos hará bien acompañarle en este momento de éxtasis mientras contempla, en amplia perspectiva, la totalidad de la obra. La pregunta retórica: 
“¿Qué, pues, diremos a esto?”, 
nos invita a una pausa, a un inciso en la cerrada argumentación, que nos permita ponernos de rodillas en rendida adoración al contemplar la obra de pura gracia, nacida del amor divino. No hemos notado nada que justifique jactancia humana, nada que dependa de obras humanas, sino un plan de gracia amorosa que brotó del consejo del trino Dios, cuya ejecución fue entregada totalmente al Hijo, quien lo ha cumplido por el sacrificio de sí mismo. Ha quebrantado toda la fuerza del mal, pero Pablo ha subrayado la recreación del hombre a la imagen del Hijo y la formación de una raza de “primogénitos”, o de “hermanos”, quienes han de situarse —siempre en Cristo— en el corazón de todas las obras cósmicas de Dios. Si hubiéramos de contestar la pregunta, tendría que ser en el lenguaje de los redimidos que gozan ya de la gloria celestial y rinden su homenaje a Dios y al Cordero (Apocalipsis capítulos 3 y 4).

La seguridad del creyente (Ro 8:31-34)

1.Por su asociación con Dios (Ro 8:31)

Detrás del gran plan se halla su Autor, el Dios Creador, omnipotente, omnisciente, justo, misericordioso. El creyente que se acoge a los términos de la oferta de la salvación puede gozarse en su unión con Dios. Hallándose entre los elegidos se halla en Dios, y, dentro de la voluntad divina, dispone de todos los recursos de la Deidad. 
Aquí se trata más bien, como veremos, de la posibilidad de alguna acusación o de algún intento de condenación de parte del Acusador de los hermanos o de sus cómplices. Pablo considera también la posibilidad de la injerencia de fuerza adversa que brote de alguna parte de la creación.

Frente a todo ello los elegidos exclaman confiados: 
“ ¡Con nosotros Dios! “
 ¿Qué más puede faltar? 
Pensamos en algún príncipe heredero quien, por razones legítimas, se paseara de incógnito por las barriadas de la ciudad capital del reino de su padre. 
Ocurre un percance, y voces se levantan en contra del príncipe desconocido. Le basta probar su categoría para que las voces se callen, pues le respalda la autoridad y el poder del rey y del reino. En nuestro caso la relación se asegura en Cristo y la justificación se basa sobre su Obra. 
Muchas voces podrán levantarse en contra de nosotros en esta provincia rebelde que es el mundo, pero: “Si Dios por nosotros, ¿quién contra nosotros?”.
La pregunta retórica lleva implícita en sí su propia contestación. De hecho no es fácil el comentario sobre los versos restantes del capítulo 8 por la razón de que la contestación instintiva y exclamatoria que brote del corazón del lector frente a las preguntas de Pablo se revestirá siempre de mayor potencia y fuerza moral que no las laboriosas explicaciones del comentador.

2.Por la lección de la Cruz (Ro 8:32)

La entrega del Hijo (Ro 8:32). 
Pablo empezó a señalar la seguridad del creyente por la mención de Dios, revelado ya como Padre nuestro gracias a nuestra asociación con el Hijo. En un sentido lo ha dicho todo ya, pero el Espíritu le lleva a iluminar la base de la confianza total del creyente por una referencia a la obra de la Cruz:
 “El que a su propio Hijo no perdonó, antes le entregó por todos nosotros, 
¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?”. 
El verbo negativo de nuestras versiones —“no perdonó”— está bien si se entiende bien, pero muchos lectores no comprenden su alcance porque siempre han pensado en el “perdón” en relación con alguna ofensa anterior. No hay nada de eso aquí, ni se trata tampoco del hecho de que Cristo llevara nuestros pecados a la Cruz. Sería mejor la traducción: “El que ni aun rehusó dar su propio Hijo por nosotros, antes le entregó por todos nosotros...”, pues Pablo, igual que en (Ro 5:6-9), realza el amor infinito de Dios al entregar a su Único con el fin de salvarnos. 
Sin duda Pablo pensaba en el hermoso ejemplo de la “entrega del único” que se encuentra en el llamado sacrificio de Isaac, y su lenguaje refleja el de (Gn 22:12,16): “Por cuanto no me rehusaste tu hijo, tu único..., por cuanto has hecho esto, y no me has rehusado tu hijo, tu único hijo”. El Dr. James Denney comenta: 
“El argumento del egoísmo es que el que ha hecho mucho no necesita hacer más, pero el del amor es que el que tanto ha hecho no dejará de hacer mucho más” (Expositors' Greek Testament, Romans, in loc.). 
El capítulo 22 del Génesis es una débil analogía y anticipo, sobre el plano humano, del gran misterio de amor, pues “de tal manera amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito”. El apóstol Juan glosa la gran declaración de (Jn 3:16) en su primera Epístola, y de entre las varias profundas y exquisitas frases suyas en aquel escrito copiamos la siguiente: “En esto consiste el amor: no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4:10) (1 Jn 3:16) (1 Jn 4:9).

Las consecuencias lógicas del hecho de la entrega (Ro 8:32). 
Un amor tan sublime, demostrado en el Don que supera todo otro don, no dejará al creyente sin las demás cosas que precisa en esta vida y en la venidera. Ya hemos visto que uno de los hilos del abundante pensamiento del apóstol es el que traza la provisión que Dios ha hecho a favor de sus elegidos mientras éstos participan en los dolores de esta esfera natural afectada por el pecado, al par que se enfrentan con el mundo que crucificó a su Señor. 
Podemos, pues, llegar a esta doble deducción: 
a) no faltará al creyente fiel cosa alguna que necesite para su vida y servicio hasta el momento de la plena “adopción”; 
b) vuelve a poseer en Cristo todo lo que fue perdido a causa de la ofensa de Adán, exclamando el apóstol en otro lugar: 
“¡Todo es vuestro!” 
(1 Co 3:21-23). 
Naturalmente, “todas las cosas” no son “todas las cosas que caprichosamente anhelamos”, sino aquellas que se dan “con él”, o sea, en relación con Cristo y su gloriosa Obra. Son las cosas que de verdad podemos pedir “en su Nombre”.

3.Por el hecho de la justificación (Ro 8:33-34)

La serie de preguntas (Ro 8:33-34). 
Parece ser que Pablo fue influido —en cuanto a la redacción de este pasaje— por las dramáticas preguntas de (Is 50:8-10) que deben leerse. El profeta recoge las exclamaciones del Mesías, que vislumbra su justificación final, pese a su rechazamiento por el mundo. Aquí los fieles que han sido salvados por la obra del Mesías presentan preguntas de fe y de triunfo. Es posible puntuar el pasaje como si todas las cláusulas fuesen preguntas retóricas que llevan implícitas en sí su triunfante contestación: 
“¿Quién acusará a los escogidos de Dios? 
¿Será Dios, el que justifica?
¿Quién es el que condenará? 
¿Será Cristo Jesús, el que murió... fue resucitado... que intercede?”. 
Si toda la cuestión de la justificación se ha resuelto ya, una vez para siempre, delante del alto tribunal de Dios, único Árbitro moral del universo, ¿quién será capaz de rescindir la declaración de justificación para traer otra vez a juicio a los elegidos? 
Es el colmo de lo imposible.

“¿Quién acusará?” (Ro 8:33).


Los dos primeros capítulos de Job, juntamente con el título que se da a Satán en (Ap 12:10), donde se le llama “el acusador de nuestros hermanos”, parecen indicar que, aun después de su caída, el diablo retenía cierta autoridad que le capacitara para acusar a los fieles delante de Dios. Podemos pensar que Dios lo permitía con el fin de “cribar” a sus siervos, como en el caso de Job y de Pedro (Lc 22:31-32). Aquí Pablo echa su reto en el mismo rostro del Acusador: 
“¿Qué acusación traerás contra aquellos que están escondidos en Cristo, declarados justos por Dios?” “Dios es el que justifica”, y nada ni nadie, ni en la tierra ni en los lugares celestiales, podrá anular su absolución.

¿Quién condenará? (Ro 8:34). 
Sólo un juez legítimo puede pronunciar sentencia, sometiendo al reo a la sanción que corresponde a su crimen. Pero el Juez es el Hijo, ya que el Padre le entregó todo juicio (Jn 5:22). 
¿Cómo nos ha de condenar aquel que murió por nosotros bajo la sentencia de la Ley que nosotros habíamos quebrantado? 
Si despreciáramos sus palabras, entonces, sí, estas mismas palabras rechazadas nos condenarían (Jn 12:48), pero aquí se trata de los elegidos, de los identificados con Cristo por la fe, de los objetos del amor tanto del Hijo como del Padre. 
La seguridad es absoluta. Después de notar el hecho de que el único Juez posible murió, añade “aún más, fue resucitado, es el que está a la diestra de Dios”. 
El gran hecho redentor abarca no sólo la muerte expiatoria, sino también la resurrección y la glorificación de Cristo, según la constante declaración apostólica desde el primer sermón de Pedro en adelante. Bien entendidas las palabras de (Jn 12:32-33), el Maestro enseñó lo mismo, diciendo: 
“Y si yo fuere alzado (en gloria) desde dentro de la tierra, 
a todos atraeré a mí mismo”. 
Es un fatídico error imprimir sobre la conciencia de innumerables multitudes de la “cristiandad” la imagen de Jesús como el eterno agonizante. 
La muerte expiatoria fue consumada, y por ella fue quitado de en medio el pecado, con el fin de que el Resucitado fuese manifestado a los suyos, pasando luego al lugar de gloria y poder desde donde administra su obra, asegurando la vida eterna a su pueblo gracias a su propia vida intangible (Jn 20:17-29) (Hch 2:25-26) (Ro 5:9-11) (He 1:3-4) (He 4:14-16) (He 6:17-20) (He 7:21-28). 
He aquí el Cristo que es el tema único del Evangelio. Lejos de condenar, salva siempre a quienes por él se allegan a Dios, viviendo siempre para interceder por ellos.

El Intercesor a la Diestra (Ro 8:34). 
Es muy necesario desechar todo concepto de un Intercesor que necesita ablandar el corazón del Padre para que éste obre en misericordia y no en juicio. Tal concepto pertenece a la esfera de las supersticiones religiosas, y por “intercesión a la Diestra” hemos de entender la manifestación constante de la base de nuestra redención por el hecho de comparecer Cristo a nuestro favor en la presencia de Dios, habiendo anulado el pecado por el sacrificio de sí mismo (He 9:24,26). 
Pablo menciona esta intercesión como una piedra más en el fundamento inconmovible de la seguridad del elegido.

La victoria frente a todo enemigo posible (Ro 8:35-39)

1.El poder limitado de las persecuciones (Ro 8:35-37)

Las armas del enemigo (Ro 8:35). 
Cuando el ciudadano del Cielo se enfrenta con las exigencias de poderes mundanos o religiosos, muchas veces contrarias a su fe y conciencia, corre el riesgo de que estos poderes procuren imponerse por la fuerza; de este conflicto surgen tribulaciones, angustias, persecuciones, hambres y aun “la espada” que aparentemente resuelve el problema en favor de los perseguidores. 
Las narraciones de Los Hechos, porciones de las Epístolas como (1 Co 4:9-13) (2 Co 1:8-10) (2 Co 4:7-12) (2 Co 6:3-10) (2 Co 11:23-27) nos ofrecen abundante evidencia de los sufrimientos de Pablo mismo al testificar frente a judíos contenciosos y a romanos orgullosos, y por fin la “espada” de Nerón le había de dar entrada al Cielo. 
Pero ni la persecución en sí, ni la ferocidad de los perseguidores, podían “separarle del amor de Cristo”. Es decir, no podían interrumpir la manifestación del amor de Dios para con los suyos —ya demostrado tan claramente en la Cruz— ni extinguir el amor hacia Dios de los fieles que habían experimentado su amor primero. Según antiguos textos el amor puede ser de Dios o de Cristo, pero el sentido es igual, puesto que su manifestación nos viene a través del Hijo.

Las experiencias de los santos de Israel (Ro 8:36).

Al repasar mentalmente la malignidad de los enemigos del pueblo de Dios, el apóstol recordó el lamento de los fieles en Israel que sentían la opresión del enemigo, sabiendo que era “por amor de ti (de Jehová)” (Sal 44:22). 
La Cruz y la Resurrección reveló la victoria divina a través de una aparente derrota y por eso cambia el lamento de los fieles en triunfo, a pesar de la incesante violencia de los ataques de los enemigos: 
“...somos muertos todo el día; 
fuimos estimados como ovejas para el matadero”. 
Es interesante contrastar el espíritu del Salmo 44 con la nota triunfante del pasaje que comentamos.

Más que vencedores (Ro 8:37).

Pablo nunca enseña que el cristiano haya de resignarse bajo la tribulación, sino gozarse en ella, puesto que discierne en el dolor uno de los medios que utiliza el Maestro para disciplinar y entrenar a los suyos. Aquí el creyente, por medio del sufrir, aprecia más profundamente el amor de Cristo, gloriándose en “la participación de sus padecimientos” (Fil 3:10). 
El verbo “hupernikómen”, traducido “hacernos más que vencer”, se considera como un “invento” de Pablo al querer enfatizar que la victoria no es mezquina, sino gloriosa, puesto que las sucesivas olas de variada y maligna persecución se estrellan y se deshacen contra la férrea resistencia de los elegidos, fuertes en Cristo y animados por el amor que refleja el amor de Dios. 
Tienen la mirada fija en “Aquel que nos amó”, y su constancia es a la vez “a causa de él” y “por medio de él”.

Una confianza completa frente a toda potencia terrenal y celestial (Ro 8:38-39). 
“Estoy persuadido —exclama Pablo— 
que nada nos podrá separar del amor de Dios 
que es en Cristo Jesús Señor nuestro”. 
En los versículos 31 al 34 el apóstol nos hizo contemplar a Dios mismo, luego la gran prueba de su amor en la entrega de su Hijo, y por fin la muerte, resurrección, glorificación e intercesión de Cristo. 
En vista de todo ello no hubo posibilidad de parte alguna ni de acusación ni de condenación que nos separasen del amor de Cristo.
En el último movimiento de su cántico de confianza y de triunfo no se olvida ni por un momento de la base doctrinal ya colocada, pues su persuasión se relaciona con 
“el amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro”. 
Tanta seguridad, tanta confianza, resultando en la “supervictoria” no habrían pasado de ser las fantásticas imaginaciones de un perturbado mental si no hallaran su base en el Eterno. Y no sólo en el eterno, sino en su gloriosa intervención por medio de Cristo en los asuntos de este mundo que inauguró
el nuevo siglo.
Pablo había llegado a la conclusión —habiéndola probado en su propia experiencia— de que las persecuciones ideadas y organizadas por los hombres no podían separar a los creyentes del amor de Cristo. Pero los hombres son seres débiles aun cuando se arman de hierro y fuego al procurar quebrantar la resistencia de sus víctimas indefensas.

¿Podría haber otras potencias supraterrenales, inmensamente más potentes que los hombres, capaces de envolver a los fieles en influencias infernales, con el fin de romper el lazo que les unían con Dios, arrastrándoles a la apostasía? Pablo considera cuánto pudo haber en tal sentido, iniciando su repaso con “la muerte y la vida” que resumen la existencia humana y el fin de ella en este suelo. Como meras criaturas nos hallamos inermes ante los accidentes de la vida y la muerte, pero, unidos con Cristo, y por medio de él con Dios, el terror del incógnito de la vida y la muerte se transforma en gloriosas oportunidades. De nuevo pensamos en “el inventario de las posesiones” del cristiano en (1 Co 3:22-23), y entre ellas hallamos “la vida y la muerte”. Pero las Escrituras revelan también la existencia de “ángeles, principados y poderes” (Ef 6:12) (Col 2:15) (Ap 12:7-9), que podrían obrar como amistosos aliados a favor de los herederos de la salvación (He 1:14) o actuar como misteriosas fuerzas enemigas a las órdenes de Satanás. El mismo misterio aumenta el temor, pues si no sabemos cuáles son las potencias ni de qué manera operan, ¿cómo podremos aprestarnos a la lucha? 
La confianza de Pablo se basa en su certidumbre de que el mal en todas sus formas ha sido derrotado en la Cruz, de modo que aun los potentes adversarios invisibles no podrán conseguir nada en contra del creyente si éste se reviste de “toda la armadura de Dios”, orando en todo tiempo (Ef 6:10-18). 

“Lo presente y lo futuro” con “lo alto y lo bajo” 
resumen el “tiempo y el espacio” 

que Dios ha ordenado como “marco” de la existencia de la criatura. 
Sobre la base de las teorías de Einstein, los científicos elaboran teorías cada vez más complicadas que pretenden cambiar este “marco”, pero el hecho es que tanto nosotros como los mismos científicos hemos de ordenar nuestras vidas en términos de distancias en el espacio y del transcurrir del tiempo, so pena de hallarnos en un manicomio. 
Quizá las normas de nuestra existencia durante los “siglos de los siglos” de la Nueva Creación serán diferentes, pero hasta hoy los asuntos del hombre se determinan y se limitan por los factores del tiempo y del espacio. 
¿Pueden producirse factores que el creyente no podrá dominar? 
¡No! 
Porque obra según la voluntad de quien ha ordenado el tiempo y el espacio como condición de la vida humana. De nuevo, lo presente y lo porvenir vienen a ser tesoros que obran en el poder del hijo de Dios (1 Co 3:22-23).

Nuestro descanso en el Dios Creador de todas las cosas nos sirve de gran consuelo. No hay nada que se escapa de su conocimiento ni de su poder, y nosotros somos de él en Cristo, de modo que “ninguna otra cosa creada podrá separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro”.

¡Sursum corda! ¡Levantad el corazón! 
La vida cristiana se asegura alrededor de estos polos inconmovibles: el Dios Creador; su plena manifestación en su Hijo encarnado; la victoria sobre el pecado y el mal en la Cruz; la gloriosa potencia de la Resurrección; la posición central del Vencedor a la Diestra de Dios; las operaciones de Dios el Espíritu en la Iglesia y en el creyente con la Esperanza de la consumación de la obra de redención según el plan de Dios. No constituyen el fundamento de una seguridad propia y egoísta, sino la base firme que permite el desarrollo de un dinamismo que no tiene más límites que la potencia y la voluntad del Omnipotente.

Pablo habría podido soltar la pluma al final de lo que llamamos el capítulo 8 de Romanos, puesto que ha condensado en unos breves capítulos lo más fundamental de la doctrina cristiana. Sin embargo, las condiciones de su día le empujaban a continuar el desarrollo del tema de la justicia en relación con Israel antes de hacer la aplicación normal de la doctrina al andar del creyente en la iglesia y en el mundo, de modo que aún nos quedan ricas enseñanzas que aprender dentro de la vasta perspectiva del plan de Dios.