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martes, 29 de julio de 2014

La Justificación



I.   Definición
Tomamos el vocablo en sentido estrictamente bíblico, no en el sentido vulgar de no tener excusa, como cuando alguien dice: «Esto no tiene ninguna justificación», lo que equivale a decir: «No existe ninguna razón que cohoneste esto»[1]
La justificación por la fe presenta la obra de la Cruz desde el punto de vista jurídico, es decir:
En relación con la santa Ley de Dios.
El hombre pecador se presenta como un reo ante el alto tribunal de un Dios justo,
Queda patente que ha quebrantado tanto la ley natural de la conciencia como la Ley claramente declarada en el Sinaí.
El problema es éste:
¿Cómo puede Dios ser justo y el que justifica al pecador?
La contestación se halla en la Cruz, y el creyente es declarado justo a los ojos de Dios. Esta declaración es la justificación por la fe.
«Es un acto legal, instantáneo, de Dios, en el cual
(1) piensa de nuestros pecados como perdonados, y de la justicia de Cristo como perteneciente a nosotros, y
(2) nos declara justos a sus ojos». En esto consiste lo que se llama justicia imputada, conforme a la sustitución descrita en 2 Co. 5:21.
II.    La justicia divina
Como ya hemos visto en nuestro estudio de la Deidad, la justicia es un atributo de Dios, y el hombre no sabría nada de esta «rectitud» esencial aparte de la revelación que Dios ha dado de sí mismo (Is. 45:21; Ap. 15:3, 16:5, etc.).
III.  La justicia exigida
Dios manifestó Su voluntad al hombre en estado de inocencia de una forma apropiada a su condición (Gn. 2:16 y 17) y, después de la Caída, no le dejó sin testimonio, sino que le habló por medio de la naturaleza y de la conciencia, siendo ésta la voz interna que acusa o excusa los actos del hombre (Ro. 2:14 y 15).
Pero la plena manifestación de la voluntad de Dios para con los hombres fue dada en el Sinaí, y luego instruyó a Moisés con otros muchos preceptos complementarios.
La Ley representa lo que Dios, en justicia, requiere de los hombres en las circunstancias actuales de la vida, y el mandamiento es siempre «santo y justo y bueno» (Ro. 7:12).
Pero, bajo repetidas pruebas, se demostró que el hombre era incapaz de cumplir la justicia exigida por Dios, ya que su naturaleza pecaminosa siempre le arrastraba a la desobediencia.
Una ley quebrantada no puede salvar a nadie, sino que condena inflexiblemente al infractor de ella. El que no la cumple, muere.
Cuando Moisés, al ver que Israel había quebrantado la Ley en todos sus capítulos antes de recibirla en forma escrita, quebró las tablas de piedra al pie del Sinaí, señaló con ello, en forma simbólica, el fracaso del hombre ante las santas exigencias de la Ley divina (Ex. 32:19; Ro. 3:19; Gá. 3:10, etc.).
IV.  La Ley cumplida y la justicia satisfecha
El Señor Jesucristo, Hombre representativo, cumplió la Ley por medio de una vida perfecta.
En el Calvario se colocó en el lugar del hombre pecador, en virtud de Su carácter representativo que ya hemos considerado, y agotó la sentencia de la Ley por Su muerte. Así, la justicia de Dios quedó satisfecha y la santa Ley fue honrada. Téngase en cuenta el valor infinito del sacrificio de la Cruz, que ya hemos apuntado bajo el tema de la propiciación.
V.    La justicia otorgada
En el Evangelio se revela una Justicia que Dios otorga al creyente, y éste es el gran tema de Romanos 1:16–5:21.
El «corazón» del sublime asunto se halla en Romanos 3:21–6, versículos que deben analizarse con todo cuidado.
En vista de que el hombre era incapaz de procurar la justicia mediante la obediencia a la Ley, Dios tomó la iniciativa por Su gracia, mandando a Su Hijo, quien satisfizo las exigencias de la Ley en el Calvario:
«Pero ahora, aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo …» (Ro. 3:21 y 22).
VI.  La justicia recibida
El medio de conseguir la justicia otorgada por la gracia de Dios es la Fe, que, en el sentido bíblico, es la confianza total del hombre que, arrepentido de sus pecados, descansa en Cristo para la salvación de su alma.
Sólo esta actitud del alma puede establecer contacto con Aquel que cumplió la Ley por nosotros para revestirnos de Su propia justicia (2 Co. 5:21).
Cristo «nos ha sido hecho justificación» (1 Co. 1:30) y, recibiéndole a Él, tenemos la justificación, y no de otra manera.
La fe hace posible que Dios nos impute (abone en cuenta) Su justicia, como en el caso de Abraham (Ro. 3:22, 26; 4:3, 5 y 22; Gá. 3:22–26, etc.). Somos justificados por la gracia de Dios, que es el origen de la bendición (Ro. 3:24); por la sangre, que es su base (Ro. 5:9), y por la fe, que es el medio (Ro. 5:1).
VII.   La justicia manifestada
La justicia no es una mera declaración legal de nuestra nueva posición ante Dios, sino que es una obra vital, que supone nuestra unión espiritual con Cristo, de modo que la justicia recibida ha de producir sus frutos en nuestra vida (Fil. 1:11).[2]

Justificación

 

Por la fe

Por las obras

Por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él … Concluimos, pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley (Ro. 3:20, 28).
Porque si Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué jactarse, pero no para Dios (Ro. 4:2).
Y que por la ley ninguno se justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la fe vivirá; y la ley no procede de la fe, sino que dice: El que haga estas cosas vivirá por ellas (Gá. 3:11, 12).

¿De qué sirve que alguien diga que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá esa fe salvarle?… Así también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma.
… ¿No fue justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo Isaac sobre el altar? Ya ves que la fe se perfeccionó en virtud de las obras.

Sabiendo que el hombre no es justificado a base de las obras de la ley, sino por medio de la fe de Jesucristo (Gá. 2:16).

… Veis, pues, que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe.… Porque así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está muerta (Stg. 2:14, 17, 21, 22, 24, 26).

No hay contradicción entre Pablo y Santiago. Lo que hacen es presentar aspectos o relaciones diferentes de la misma gran verdad. Pablo está argumentando en contra de religionistas que basaban su salvación en el valor de sus obras buenas, mientras que Santiago se dirige a aquellos que mantienen que siempre que la creencia de alguien sea la correcta, importa poco cuál sea su conducta, que «es suficiente para la salvación una mera fe asintiente, sin los frutos vivientes en una vida santa». En una palabra, Pablo lucha contra el Fariseísmo; Santiago contra el Antinomianismo.
El primero dice: «Las obras no son válidas para la salvación, pero son el fruto natural de la fe genuina que salva» (ver Ef. 2:8–10); Santiago dice: «La fe que no produce obras no es de ningún valor, sino que es de suyo muerta» (ver Stg. 2:14).
Pablo presenta la justificación del creyente ante Dios por la fe sola, y el corolario de su justificación, la necesaria santificación que necesariamente proviene de la salvación real, que necesariamente da sus frutos en la vida del creyente.
Santiago presenta la justificación de la genuinidad de la fe del creyente ante un espectador humano (ver Stg. 2:18), y la demostración de esta fe y su «perfeccionamiento», esto es, llevarla por las obras hasta sus últimas consecuencias (teleioö) en la conducta.
No hay por tanto discrepancia en absoluto entre ambos apóstoles.

Pablo afirma la justificación del creyente por la fe sola, delante de Dios; y añade que esta fe salvadora comporta la obra de Dios en la vida del creyente («somos hechura suya, creados en Cristo Jesús», Ef. 2:10) con un objeto muy determinado («para buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas», ibid), e insiste en que «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» desarrollando este extremo de manera extensa en Romanos 6, donde comienza: «¿Qué, pues, diremos? Permaneceremos en el pecado …? ¡En ninguna manera! Los que hemos muerto al pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» y concluye: «Más ahora que habéis sido libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. Porque …» (Ro. 6:1, 2, 22).

Por su parte Santiago afirma la justificación de la afirmación de fe por parte del creyente ante el observador humano mediante los frutos de la fe viva, afirmando que la mera profesión de fe no constituye prueba de su realidad para el observador humano: «Hermanos, ¿de qué sirve que alguien diga que tiene fe, si no tiene obras?» (Stg. 2:14)… «Así también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma», o, como en NC, «muerta de suyo» o, lit., «muerta está en cuanto a ella misma» (F. Lacueva, Nuevo Testamento interlineal, Stg. 2:17). Esto es, la pretensión de tener fe es falsa. No hay tal fe. Si hubiera la fe según Dios, se daría su fruto, las buenas obras, que justificarían al que afirmase tal fe ante los observadores humanos.

Vemos, pues, que Pablo y Santiago dicen exactamente lo mismo desde dos propósitos muy distintos:
Pablo la fe y las obras en relación con la justificación del hombre ante Dios;
Santiago la fe y las obras en relación con la justificación de la profesión de fe ante los hombres y la prueba de la genuinidad de la fe.
La mera profesión de un credo no salva ni puede salvar, sino la genuina consciencia de la propia necesidad moral, de estar perdido en pecado, unido a una aceptación real de la obra redentora de Cristo en la cruz, con fe en Él, Dios hecho Hombre para venir a obrar esta redención y verdaderamente resucitado para nuestra justificación.
Es sólo esta aceptación real de la Persona de Cristo y la aceptación real de lo que Él ha hecho por nosotros, nuestra cordial entrega de nuestra esperanza y vida a Él, lo que constituye la fe por la que Dios nos justifica y acepta en Cristo, y que produce, por la acción del Espíritu en la vida del creyente, el fruto según Dios (cp. Gá. 5:22–25).

Andrew Fuller: «Pablo trata de la justificación de los impíos, o de la forma en que los pecadores son aceptados por Dios, y hechos herederos de la vida eterna. Santiago habla de la justificación de los piadosos, o en qué manera se hace evidente que un hombre es aprobado por Dios. Lo primero es por la justicia de Cristo; lo segundo por obras».

Stuart: «Pablo está contendiendo con el legalista, esto es, aquel que espera la justificación sobre la base de sus propios méritos. Santiago contiende con los antinomianos, esto es, aquellas personas que sostenían que todo lo que demanda el evangelio es una mera creencia especulativa o fe no acompañada por obras».

Kelly: «Cuando el apóstol Pablo declaraba el evangelio, insistía en la fe en Jesucristo como justificante, aparte de las obras de la ley; por cuanto se trata de la justicia de Dios, no de la del hombre, para todos y sobre todos los que creen, siendo tanto los judíos como los griegos pecadores perdidos. Se trata de la cuestión de ser justificados libremente por la gracia de Dios mediante la redención que es en Cristo Jesús. Pero para la Epístola que estamos tratando [la de Santiago], se trata de la cuestión totalmente diferente de una vida práctica en congruencia con la profesión cristiana. Lo cierto es que Pablo insiste sobre esta realidad moral en Ro. 2 con tanta intensidad como Santiago aquí. Es una fe sin valor alguno la que no produce fruto de justicia que es por Jesucristo para la gloria y alabanza de Dios. La escritura que tenemos ante nosotros [Stg. 2:14–17] no responde a la pregunta de cómo un pecador debe ser purificado ante Dios, sino qué conducta es la digna de aquellos que tienen la fe de nuestro Señor Jesucristo».[3]



[1] Lacueva, F. (2001). En Diccionario teológico ilustrado. Tarrasa, Barcelona: Clie.
[2] Trenchard, E. (1972). Bosquejos de docrina fundamental (pp. 45–48). Grand Rapids, Michigan: Editorial Portavoz.
[3] Escuain, S., & Haley, J. W. (1988). Diccionario de dificultades y aparentes contradicciones bı́blicas (pp. 199–201). TERRASSA (Barcelona): Editorial CLIE.