Tomamos el
vocablo en sentido estrictamente bíblico, no en el sentido vulgar de no tener
excusa, como cuando alguien dice: «Esto no tiene ninguna justificación», lo que
equivale a decir: «No existe ninguna razón que cohoneste esto»[1]
La justificación
por la fe presenta la obra de la Cruz desde el punto de vista jurídico, es
decir:
En relación con
la santa Ley de Dios.
El hombre
pecador se presenta como un reo ante el alto tribunal de un Dios justo,
Queda patente
que ha quebrantado tanto la ley natural de la conciencia como la Ley claramente
declarada en el Sinaí.
El problema es
éste:
¿Cómo puede Dios
ser justo y el que justifica al pecador?
La contestación
se halla en la Cruz, y el creyente es declarado justo a los ojos de Dios. Esta
declaración es la justificación por la fe.
«Es un acto
legal, instantáneo, de Dios, en el cual
(1) piensa de
nuestros pecados como perdonados, y de la justicia de Cristo como perteneciente
a nosotros, y
(2) nos declara
justos a sus ojos». En esto consiste lo que se llama justicia imputada,
conforme a la sustitución descrita en 2 Co. 5:21.
II. La justicia divina
Como ya hemos
visto en nuestro estudio de la Deidad, la justicia es un atributo de Dios, y el
hombre no sabría nada de esta «rectitud» esencial aparte de la revelación que
Dios ha dado de sí mismo (Is. 45:21; Ap. 15:3, 16:5, etc.).
III. La justicia exigida
Dios manifestó
Su voluntad al hombre en estado de inocencia de una forma apropiada a su
condición (Gn. 2:16 y 17) y, después de la Caída, no le dejó sin testimonio,
sino que le habló por medio de la naturaleza y de la conciencia, siendo ésta la
voz interna que acusa o excusa los actos del hombre (Ro. 2:14 y 15).
Pero la plena
manifestación de la voluntad de Dios para con los hombres fue dada en el Sinaí,
y luego instruyó a Moisés con otros muchos preceptos complementarios.
La Ley
representa lo que Dios, en justicia, requiere de los hombres en las
circunstancias actuales de la vida, y el mandamiento es siempre «santo y justo
y bueno» (Ro. 7:12).
Pero, bajo
repetidas pruebas, se demostró que el hombre era incapaz de cumplir la justicia
exigida por Dios, ya que su naturaleza pecaminosa siempre le arrastraba a la
desobediencia.
Una ley
quebrantada no puede salvar a nadie, sino que condena inflexiblemente al
infractor de ella. El que no la cumple, muere.
Cuando Moisés,
al ver que Israel había quebrantado la Ley en todos sus capítulos antes de
recibirla en forma escrita, quebró las tablas de piedra al pie del Sinaí,
señaló con ello, en forma simbólica, el fracaso del hombre ante las santas
exigencias de la Ley divina (Ex. 32:19; Ro. 3:19; Gá. 3:10, etc.).
IV. La Ley cumplida y la justicia
satisfecha
El Señor Jesucristo,
Hombre representativo, cumplió la Ley por medio de una vida perfecta.
En el Calvario
se colocó en el lugar del hombre pecador, en virtud de Su carácter
representativo que ya hemos considerado, y agotó la sentencia de la Ley por Su
muerte. Así, la justicia de Dios quedó satisfecha y la santa Ley fue honrada.
Téngase en cuenta el valor infinito
del sacrificio de la Cruz, que ya hemos apuntado bajo el tema de la propiciación.
V. La justicia otorgada
En el Evangelio
se revela una Justicia que Dios otorga al creyente, y éste es el gran tema de
Romanos 1:16–5:21.
El «corazón» del
sublime asunto se halla en Romanos 3:21–6, versículos que deben analizarse con
todo cuidado.
En vista de que
el hombre era incapaz de procurar la justicia mediante la obediencia a la Ley,
Dios tomó la iniciativa por Su gracia, mandando a Su Hijo, quien satisfizo las
exigencias de la Ley en el Calvario:
«Pero ahora,
aparte de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, testificada por la ley
y por los profetas; la justicia de Dios por medio de la fe en Jesucristo …»
(Ro. 3:21 y 22).
VI. La justicia recibida
El medio de
conseguir la justicia otorgada por la gracia de Dios es la Fe, que, en el
sentido bíblico, es la confianza total del hombre que, arrepentido de sus
pecados, descansa en Cristo para la salvación de su alma.
Sólo esta
actitud del alma puede establecer contacto con Aquel que cumplió la Ley por
nosotros para revestirnos de Su propia justicia (2 Co. 5:21).
Cristo «nos ha
sido hecho justificación» (1 Co. 1:30) y, recibiéndole a Él, tenemos la justificación,
y no de otra manera.
La fe hace
posible que Dios nos impute (abone en cuenta) Su justicia, como en el caso de
Abraham (Ro. 3:22, 26; 4:3, 5 y 22; Gá. 3:22–26, etc.). Somos justificados por
la gracia de Dios, que es el origen de la bendición (Ro. 3:24); por
la sangre, que es su base (Ro. 5:9), y por la fe, que es el medio (Ro. 5:1).
VII. La justicia manifestada
La justicia no
es una mera declaración legal de nuestra nueva posición ante Dios, sino que es
una obra vital, que supone nuestra
unión espiritual con Cristo, de modo que la justicia recibida ha de producir
sus frutos en nuestra vida (Fil. 1:11).[2]
Justificación
Por la fe
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Por las obras
|
Por las obras
de la ley ningún ser humano será justificado delante de él … Concluimos,
pues, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley (Ro. 3:20,
28).
Porque si
Abraham fue justificado por las obras, tiene de qué jactarse, pero no para
Dios (Ro. 4:2).
Y que por la
ley ninguno se justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la
fe vivirá; y la ley no procede de la fe, sino que dice: El que haga estas
cosas vivirá por ellas (Gá. 3:11, 12).
|
¿De qué sirve
que alguien diga que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso podrá esa fe
salvarle?… Así también la fe, si no tiene obras, está muerta en sí misma.
… ¿No fue
justificado por las obras Abraham nuestro padre, cuando ofreció a su hijo
Isaac sobre el altar? Ya ves que la fe se perfeccionó en virtud de las obras.
|
Sabiendo que
el hombre no es justificado a base de las obras de la ley, sino por medio de
la fe de Jesucristo (Gá. 2:16).
|
… Veis, pues,
que el hombre es justificado por las obras, y no solamente por la fe.… Porque
así como el cuerpo sin espíritu está muerto, así también la fe sin obras está
muerta (Stg. 2:14, 17, 21, 22, 24, 26).
|
No hay
contradicción entre Pablo y Santiago. Lo que hacen es presentar aspectos o
relaciones diferentes de la misma gran verdad. Pablo está argumentando en
contra de religionistas que basaban su salvación en el valor de sus obras buenas, mientras que Santiago se dirige a
aquellos que mantienen que siempre que la creencia
de alguien sea la correcta, importa poco cuál sea su conducta, que «es suficiente para la salvación una mera fe
asintiente, sin los frutos vivientes en una vida santa». En una palabra, Pablo
lucha contra el Fariseísmo; Santiago contra el Antinomianismo.
El primero dice:
«Las obras no son válidas para la salvación, pero son el fruto natural de la fe
genuina que salva» (ver Ef. 2:8–10); Santiago dice: «La fe que no produce obras
no es de ningún valor, sino que es de suyo muerta» (ver Stg. 2:14).
Pablo presenta
la justificación del creyente ante Dios
por la fe sola, y el corolario de su justificación, la necesaria santificación
que necesariamente proviene de la salvación
real, que necesariamente da sus frutos en la vida del creyente.
Santiago
presenta la justificación de la genuinidad de la fe del creyente ante un
espectador humano (ver Stg. 2:18), y la demostración de esta fe y su
«perfeccionamiento», esto es, llevarla por las obras hasta sus últimas
consecuencias (teleioö) en la
conducta.
No hay por tanto
discrepancia en absoluto entre ambos apóstoles.
Pablo afirma la
justificación del creyente por la fe sola,
delante de Dios; y añade que esta fe
salvadora comporta la obra de Dios en la vida del creyente («somos hechura
suya, creados en Cristo Jesús», Ef. 2:10) con un objeto muy determinado («para
buenas obras, las cuales Dios preparó de antemano para que anduviésemos en
ellas», ibid), e insiste en
que «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» desarrollando este
extremo de manera extensa en Romanos 6, donde comienza: «¿Qué, pues, diremos?
Permaneceremos en el pecado …? ¡En ninguna manera! Los que hemos muerto al
pecado, ¿cómo viviremos aún en él?» y concluye: «Más ahora que habéis sido libertados del pecado y
hechos siervos de Dios, tenéis por
vuestro fruto la santificación, y como fin, la vida eterna. Porque …» (Ro.
6:1, 2, 22).
Por su parte
Santiago afirma la justificación de la afirmación de fe por parte del creyente ante el observador humano mediante los
frutos de la fe viva, afirmando que la mera profesión de fe no constituye
prueba de su realidad para el observador humano: «Hermanos, ¿de qué sirve que
alguien diga que tiene fe, si no
tiene obras?» (Stg. 2:14)… «Así también la fe, si no tiene obras, está muerta
en sí misma», o, como en NC, «muerta de suyo» o, lit., «muerta está en cuanto a
ella misma» (F. Lacueva, Nuevo Testamento
interlineal, Stg. 2:17). Esto es, la pretensión de tener fe es falsa. No
hay tal fe. Si hubiera la fe según Dios, se daría su fruto, las buenas obras,
que justificarían al que afirmase tal
fe ante los observadores humanos.
Vemos, pues, que
Pablo y Santiago dicen exactamente lo mismo desde dos propósitos muy distintos:
Pablo la fe y
las obras en relación con la justificación del hombre ante Dios;
Santiago la fe y
las obras en relación con la justificación de la profesión de fe ante los
hombres y la prueba de la genuinidad de la fe.
La mera
profesión de un credo no salva ni puede salvar, sino la genuina consciencia de
la propia necesidad moral, de estar perdido en pecado, unido a una aceptación
real de la obra redentora de Cristo en la cruz, con fe en Él, Dios hecho Hombre
para venir a obrar esta redención y verdaderamente resucitado para nuestra
justificación.
Es sólo esta
aceptación real de la Persona de Cristo y la aceptación real de lo que Él ha
hecho por nosotros, nuestra cordial entrega de nuestra esperanza y vida a Él,
lo que constituye la fe por la que Dios nos justifica y acepta en Cristo, y que
produce, por la acción del Espíritu en la vida del creyente, el fruto según
Dios (cp. Gá. 5:22–25).
Andrew Fuller:
«Pablo trata de la justificación de los impíos,
o de la forma en que los pecadores son aceptados por Dios, y hechos herederos
de la vida eterna. Santiago habla de la justificación de los piadosos, o en qué manera se hace
evidente que un hombre es aprobado
por Dios. Lo primero es por la justicia de Cristo; lo segundo por obras».
Stuart: «Pablo
está contendiendo con el legalista,
esto es, aquel que espera la justificación sobre la base de sus propios
méritos. Santiago contiende con los antinomianos,
esto es, aquellas personas que sostenían que todo lo que demanda el evangelio
es una mera creencia especulativa o fe no acompañada por obras».
Kelly: «Cuando
el apóstol Pablo declaraba el evangelio, insistía en la fe en Jesucristo como
justificante, aparte de las obras de la ley; por cuanto se trata de la justicia
de Dios, no de la del hombre, para todos y sobre todos los que creen, siendo
tanto los judíos como los griegos pecadores perdidos. Se trata de la cuestión
de ser justificados libremente por la gracia de Dios mediante la redención que
es en Cristo Jesús. Pero para la Epístola que estamos tratando [la de
Santiago], se trata de la cuestión totalmente diferente de una vida práctica en
congruencia con la profesión cristiana. Lo cierto es que Pablo insiste sobre
esta realidad moral en Ro. 2 con tanta intensidad como Santiago aquí. Es una fe
sin valor alguno la que no produce fruto de justicia que es por Jesucristo para
la gloria y alabanza de Dios. La escritura que tenemos ante nosotros [Stg.
2:14–17] no responde a la pregunta de cómo un pecador debe ser purificado ante
Dios, sino qué conducta es la digna de aquellos que tienen la fe de nuestro
Señor Jesucristo».[3]
[1] Lacueva,
F. (2001). En Diccionario teológico
ilustrado. Tarrasa, Barcelona: Clie.
[2] Trenchard,
E. (1972). Bosquejos de docrina
fundamental (pp. 45–48). Grand Rapids, Michigan: Editorial Portavoz.
[3] Escuain,
S., & Haley, J. W. (1988). Diccionario
de dificultades y aparentes contradicciones bı́blicas (pp. 199–201).
TERRASSA (Barcelona): Editorial CLIE.