lunes, 28 de abril de 2014

La elocuencia de la cruz

                            
                             No me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el evangelio; 
                    no con sabiduría de palabras, para que no se haga vana la cruz de Cristo.
                                                                                                                            1 Corintios 1.17

Cuando yo era seminarista, una de las materias que tuve que cursar fue homilética, o el «arte de predicar». Es indudable que pasar tiempo con un profesor ya experimentado en la proclamación de la Palabra fue de mucho beneficio. Me ayudó a ganar confianza, a identificar errores y hábitos que entorpecían la comunicación, como también a incorporar técnicas que hicieran más eficiente y atractiva la tarea de predicar.
Junto a estos beneficios, sin embargo, llegó también la inevitable tendencia a prestarle más atención que la necesaria a la elocuencia de la retórica. El énfasis en la importancia de la preparación cuidadosa del mensaje muchas veces pasaba por una meticulosa observación de los detalles: las ilustraciones, los puntos del bosquejo, la motivación, el tono de voz, los silencios, la lógica del argumento, etcétera. Sin darme cuenta, los detalles pasaron a dominar todo.
El testimonio concreto de que había errado el camino no tardó en mostrarse. Habiendo completado la materia, ya no podía escuchar la predicación de la Palabra sin hacer una evaluación crítica del «estilo» del predicador. ¿Usó suficientes ilustraciones? ¿Fueron claros los puntos de su presentación? ¿Los versículos que citó apoyaban su argumento? ¿Realizó la conclusión en forma esmerada y apelativa? Todas estas preguntas -y muchas otras- me habían robado la sencillez de recibir con mansedumbre la Palabra de Dios. Ya no era un discípulo deseoso de ser ministrado por las Escrituras, sino un ¡técnico analista en comunicación!
Tristemente, después de más de veinte años de predicación, noto que algunos predicadores nunca superan esta etapa. Han dedicado un tiempo desmedido a pulir estos aspectos secundarios en su oratoria. El afán por cultivar la elocuencia delata, sin que se den cuenta, un secreto en sus vidas. El asombroso poder de Dios, demostrado en la muerte de Cristo, no está impactando sus vidas y produciendo en ellos esa maravillosa transformación que trasciende las palabras. La convicción de que la cruz de Cristo, de por sí, tiene poco atractivo se ve a cada instante en sus prédicas. Por esta razón es necesario «embellecerla» con una elocuencia elaboradamente compleja.
Si usted está en el ministerio de la proclamación de la Palabra, ¡no deje que su elocuencia se le vaya a la cabeza! El apóstol Pablo descartaba este estilo por causa de su inmensa reverencia hacia la cruz de Cristo. En la versión Dios habla hoy, el versículo de hoy está traducido: «Pues Cristo no me mandó a bautizar, sino a anunciar el evangelio, y no con alardes de sabiduría y retórica, para no quitarle valor a la muerte de Cristo en la cruz».
Como predicadores, debemos pulir el don que Dios nos ha dado.
Pero no nos confundamos:
¡No es nuestra «técnica» la que toca los corazones! Es el poder de la cruz. Evitemos, entonces, quitarle brillo, esforzándonos por mantener en nuestras predicaciones un estilo sencillo y sin demasiados adornos.
Para pensar:
«Pues el reino de Dios no consiste en palabras, sino en poder» (1 Co 4.20).
¡Qué maravillosa verdad para recordar cada vez que nos acercamos al púlpito!

 "Alza tus ojos" ABRIL 28