Soñé que manejaba por un camino en el estado de la Florida,
solitario, recto y vacío. A ambos lados había tierras plantadas con centenares
de naranjos. Los miraba de vez en cuando, mientras conducía, hilera tras hilera
de árboles que se perdían en el horizonte; sus ramas inclinadas hacia el piso
por el peso de abundantes frutos anaranjados. Aquella era época de cosecha. Mi
asombro aumentaba en la medida que avanzaba kilómetro tras kilómetro. ¿Cómo
podía cosecharse semejante mies?
De golpe me di cuenta de que durante todas las horas que
había estado manejando (entonces tomé conciencia de que estaba soñando) no
había visto a una sola persona.
Los naranjales estaban completamente vacíos. Tampoco me había
cruzado con ningún otro vehículo, ni había visto viviendas al costado de la
ruta. Me encontraba absolutamente solo en un mar de naranjos.
Finalmente avisté algunos cosechadores de naranjas. Estaban
lejos, casi sobre el horizonte, perdidos en la vasta plantación de frutos sin cosechar.
Observé que este pequeño grupo trabajaba con constancia. Luego, muchos
kilómetros más adelante, vi a otro pequeño grupo de personas. No podía estar
seguro, pero sospechaba que la tierra se reía silenciosamente frente a lo
inútil de la tarea que se habían propuesto estos labradores. No obstante, los
cosechadores continuaron con el trabajo de arrancar naranjas de los árboles.
Mucho tiempo después de que el sol había cruzado su cenit y las sombras comenzaban a alargarse, ingresé en una curva y, repentinamente, vi un cartel al costado de la ruta que decía: «Usted está saliendo del MUNICIPIO ABANDONADO e ingresando al MUNICIPIO CULTIVADO». El contraste era tan marcado que casi no tuve tiempo de reaccionar. Me vi obligado a disminuir la marcha pues, de golpe, el tránsito se había tornado pesado. Miles de personas transitaban por la ruta y caminaban por las aceras.
Lo que resultó aún más sorprendente era la transformación que se veía en los naranjales. Aún proliferaban las plantaciones y los árboles también estaban cargados de frutas. Mas ahora no se encontraban solitarias y abandonadas. Estaban invadidas por multitudes que apabullaban el silencio con sus risas y cánticos. De hecho, las personas eran más visibles que los árboles. Las personas, y las viviendas.
Estacioné mi vehículo al costado del camino y salí a pasear entre la multitud. Me sentí avergonzado de mi ropa de trabajo, pues la gente vestía tapados vistosos, zapatos lustrados, sombreros llamativos, trajes lujosos y camisas almidonadas. ¡Todos parecían estar tan alegres y tener tan buena presencia! «¿Acaso se trata de alguna fiesta especial?» —le pregunté a una mujer con la que comencé a caminar. Por un instante se mostró un poco sorprendida. Luego se relajó y una sonrisa condescendiente apareció en su rostro. «¿Usted no es de por aquí, verdad?» —me preguntó. Antes que pudiera contestar, me dijo: «Hoy es el día de la naranja.» Seguramente ella percibió mi falta de comprensión, pues prosiguió: «Es tan bueno poder dejar los quehaceres de la vida y dedicarse, un día por semana, a juntar naranjas.»
«¿Acaso no cosechan naranjas todos los días?» —le pregunté.
«Uno puede cosechar naranjas en cualquier momento —me contestó—. Siempre debemos estar dispuestos a cosechar naranjas, pero el día de la naranja es el día que dedicamos especialmente a juntar naranjas.»
La dejé y entré en uno de los naranjales. La mayoría de las personas llevaba un libro. Estaban exquisitamente forrados en cuero, con delicadas letras y lomos dorados. Pude ver en una de ellas las palabras: «Manual del cosechador de naranjas».
De pronto vi que se habían colocado asientos alrededor de uno de los árboles, en prolijas hileras cuidadosamente escalonadas. Los asientos estaban casi todos ocupados, pero cuando me acerqué al grupo, un caballero sonriente y bien vestido me dio la mano y me condujo hasta uno desocupado.
Podía ver, desde allí, a varias personas alrededor del árbol. Uno de ellos estaba hablándoles a las personas en las hileras de asientos. Justo cuando llegué a mi asiento todos se pusieron en pie y comenzaron a cantar. El hombre a mi costado compartió conmigo su cancionero. Se llamaba Canciones de los naranjales. El grupo cantó por un buen rato. El hombre que dirigía las canciones movía los brazos con extraño entusiasmo, exhortando a las personas, entre canto y canto, para que cantaran más fuerte.
La confusión que yo sentía crecía cada vez más. «¿En qué momento comenzamos a juntar naranjas?» le pregunté al hombre que me compartía el cancionero. «Ya falta poco —me contestó—. Nos gusta que primeramente la gente entre en el espíritu de la reunión. Además, queremos que las naranjas se sientan a gusto». Pensé que el hombre estaba bromeando, pero él se mantuvo serio.
Luego de un tiempo un hombre gordo reemplazó al director de canto. Después de leer dos oraciones de su gastada copia del Manual del cosechador de naranjas, comenzó a dar un discurso. No me resultaba claro si le estaba hablando a las personas o a las naranjas.
Miré a mi alrededor y vi a diferentes grupos de personas también se estaban congregando alrededor de otros árboles, mientras ellos también eran arengados por otros hombres gordos. Algunos de los árboles no tenían a nadie congregado bajo sus ramas.Por lo que podía percibir, tenía que ver con alguna rivalidad con algunos de los otros «grupos» de cosechadores de naranjas. «¿De cuales árboles arrancamos naranjas?» —le pregunté otra vez a mi compañero. No parecía entender mi pregunta, por lo que le señalé los otros árboles a nuestro alrededor.
«Este es nuestro árbol» —me dijo, señalando el árbol alrededor del cual estábamos reunidos.
«Pero somos muchos para cosechar de un solo árbol —le dije—. «¡Si aquí hay más personas que naranjas!»
«Es que nosotros no juntamos naranjas —el hombre me explicó—. No hemos sido llamados. Ese es el trabajo del Pastor de los cosechadores de naranjas. Nosotros estamos reunidos para apoyar su trabajo. Además, usted no ha ido a la universidad. Uno necesita saber cómo piensa una naranja antes de que la pueda arrancar exitosamente, usted sabe, entender la psicología de la naranja. La mayoría de las personas aquí —dijo, mientras señalaba a la gente congregada— ni siquiera han asistido al seminario del Manual.»
«Seminario del Manual… ¿qué es eso?» —le pregunté en voz baja.
«Es el lugar donde la gente va para estudiar el Manual del cosechador de naranjas —me replicó mi informante—. Es muy difícil de entender. Uno debe estudiar durante años antes de que pueda comenzar a comprenderla.».
«Entiendo —le respondí—. La verdad es que no tenía idea de que cosechar naranjas era un asunto tan complejo.»
El hombre gordo de adelante aún continuaba con su discurso. Su cara estaba colorada y mostraba aparentemente indignación por algún asunto. Por lo que podía percibir, tenía que ver con alguna rivalidad con algunos de los otros «grupos» de cosechadores de naranjas. Un momento más tarde, sin embargo, su rostro se iluminó.
«Sin embargo, no estamos abandonados —señaló—. Tenemos mucho por qué estar agradecidos. LA SEMANA PASADA VIMOS CÓMO ENTRARON TRES NARANJAS A NUESTRO CESTO, y ahora hemos podido terminar de pagar la deuda por las nuevas almohadas que ustedes están disfrutando en sus asientos en este mismo momento.»
«¿No es maravilloso?» —me preguntó mi compañero. No le respondí. Sentía que de alguna manera algo en esta reunión estaba profundamente errado. Todo esto me parecía una manera muy rebuscada de recoger naranjas.
El hombre gordo estaba llegando al punto culminante de su discurso. El ambiente estaba tenso. Entonces, con un gesto de dramatismo, estiró los brazos y tomó en sus manos dos naranjas, arrancándolas de la rama y colocándolas en el cesto que tenía a sus pies. La congregación irrumpió en un ensordecedor aplauso.
«¿Ahora nos toca a nosotros?» —pregunté al hombre a mi lado.
«¿Qué rayos piensa que estamos haciendo? —replicó airado—. Para qué piensa que se ha realizado este tremendo esfuerzo? Hemos reunido en este lugar más talento cosechador que en todo el resto del condado. Se han invertido miles de dólares en el árbol que usted está viendo.»
Me disculpé rápidamente. «No tuve intención de criticar —le dije— No me cabe duda de que el hombre gordo debe ser un muy buen cosechador de naranjas. Pero, ¿no podríamos el resto de nosotros también hacer el intento? Después de todo, son miles las naranjas que aún quedan por cosechar. Todos tenemos manos con las cuales trabajar… y hasta podríamos leer el Manual.»
«Cuando usted haya estado en este negocio por tantos años como yo, se dará cuenta de que el asunto no es tan sencilla como parece —me contestó—. Para empezar, no hay suficiente tiempo para hacerlo. Cada uno de nosotros tenemos nuestras ocupaciones, nuestras familias que cuidar, nuestros hogares que construir. Nosotros…»
Mucho tiempo después de que el sol había cruzado su cenit y las sombras comenzaban a alargarse, ingresé en una curva y, repentinamente, vi un cartel al costado de la ruta que decía: «Usted está saliendo del MUNICIPIO ABANDONADO e ingresando al MUNICIPIO CULTIVADO». El contraste era tan marcado que casi no tuve tiempo de reaccionar. Me vi obligado a disminuir la marcha pues, de golpe, el tránsito se había tornado pesado. Miles de personas transitaban por la ruta y caminaban por las aceras.
Lo que resultó aún más sorprendente era la transformación que se veía en los naranjales. Aún proliferaban las plantaciones y los árboles también estaban cargados de frutas. Mas ahora no se encontraban solitarias y abandonadas. Estaban invadidas por multitudes que apabullaban el silencio con sus risas y cánticos. De hecho, las personas eran más visibles que los árboles. Las personas, y las viviendas.
Estacioné mi vehículo al costado del camino y salí a pasear entre la multitud. Me sentí avergonzado de mi ropa de trabajo, pues la gente vestía tapados vistosos, zapatos lustrados, sombreros llamativos, trajes lujosos y camisas almidonadas. ¡Todos parecían estar tan alegres y tener tan buena presencia! «¿Acaso se trata de alguna fiesta especial?» —le pregunté a una mujer con la que comencé a caminar. Por un instante se mostró un poco sorprendida. Luego se relajó y una sonrisa condescendiente apareció en su rostro. «¿Usted no es de por aquí, verdad?» —me preguntó. Antes que pudiera contestar, me dijo: «Hoy es el día de la naranja.» Seguramente ella percibió mi falta de comprensión, pues prosiguió: «Es tan bueno poder dejar los quehaceres de la vida y dedicarse, un día por semana, a juntar naranjas.»
«¿Acaso no cosechan naranjas todos los días?» —le pregunté.
«Uno puede cosechar naranjas en cualquier momento —me contestó—. Siempre debemos estar dispuestos a cosechar naranjas, pero el día de la naranja es el día que dedicamos especialmente a juntar naranjas.»
La dejé y entré en uno de los naranjales. La mayoría de las personas llevaba un libro. Estaban exquisitamente forrados en cuero, con delicadas letras y lomos dorados. Pude ver en una de ellas las palabras: «Manual del cosechador de naranjas».
De pronto vi que se habían colocado asientos alrededor de uno de los árboles, en prolijas hileras cuidadosamente escalonadas. Los asientos estaban casi todos ocupados, pero cuando me acerqué al grupo, un caballero sonriente y bien vestido me dio la mano y me condujo hasta uno desocupado.
Podía ver, desde allí, a varias personas alrededor del árbol. Uno de ellos estaba hablándoles a las personas en las hileras de asientos. Justo cuando llegué a mi asiento todos se pusieron en pie y comenzaron a cantar. El hombre a mi costado compartió conmigo su cancionero. Se llamaba Canciones de los naranjales. El grupo cantó por un buen rato. El hombre que dirigía las canciones movía los brazos con extraño entusiasmo, exhortando a las personas, entre canto y canto, para que cantaran más fuerte.
La confusión que yo sentía crecía cada vez más. «¿En qué momento comenzamos a juntar naranjas?» le pregunté al hombre que me compartía el cancionero. «Ya falta poco —me contestó—. Nos gusta que primeramente la gente entre en el espíritu de la reunión. Además, queremos que las naranjas se sientan a gusto». Pensé que el hombre estaba bromeando, pero él se mantuvo serio.
Luego de un tiempo un hombre gordo reemplazó al director de canto. Después de leer dos oraciones de su gastada copia del Manual del cosechador de naranjas, comenzó a dar un discurso. No me resultaba claro si le estaba hablando a las personas o a las naranjas.
Miré a mi alrededor y vi a diferentes grupos de personas también se estaban congregando alrededor de otros árboles, mientras ellos también eran arengados por otros hombres gordos. Algunos de los árboles no tenían a nadie congregado bajo sus ramas.Por lo que podía percibir, tenía que ver con alguna rivalidad con algunos de los otros «grupos» de cosechadores de naranjas. «¿De cuales árboles arrancamos naranjas?» —le pregunté otra vez a mi compañero. No parecía entender mi pregunta, por lo que le señalé los otros árboles a nuestro alrededor.
«Este es nuestro árbol» —me dijo, señalando el árbol alrededor del cual estábamos reunidos.
«Pero somos muchos para cosechar de un solo árbol —le dije—. «¡Si aquí hay más personas que naranjas!»
«Es que nosotros no juntamos naranjas —el hombre me explicó—. No hemos sido llamados. Ese es el trabajo del Pastor de los cosechadores de naranjas. Nosotros estamos reunidos para apoyar su trabajo. Además, usted no ha ido a la universidad. Uno necesita saber cómo piensa una naranja antes de que la pueda arrancar exitosamente, usted sabe, entender la psicología de la naranja. La mayoría de las personas aquí —dijo, mientras señalaba a la gente congregada— ni siquiera han asistido al seminario del Manual.»
«Seminario del Manual… ¿qué es eso?» —le pregunté en voz baja.
«Es el lugar donde la gente va para estudiar el Manual del cosechador de naranjas —me replicó mi informante—. Es muy difícil de entender. Uno debe estudiar durante años antes de que pueda comenzar a comprenderla.».
«Entiendo —le respondí—. La verdad es que no tenía idea de que cosechar naranjas era un asunto tan complejo.»
El hombre gordo de adelante aún continuaba con su discurso. Su cara estaba colorada y mostraba aparentemente indignación por algún asunto. Por lo que podía percibir, tenía que ver con alguna rivalidad con algunos de los otros «grupos» de cosechadores de naranjas. Un momento más tarde, sin embargo, su rostro se iluminó.
«Sin embargo, no estamos abandonados —señaló—. Tenemos mucho por qué estar agradecidos. LA SEMANA PASADA VIMOS CÓMO ENTRARON TRES NARANJAS A NUESTRO CESTO, y ahora hemos podido terminar de pagar la deuda por las nuevas almohadas que ustedes están disfrutando en sus asientos en este mismo momento.»
«¿No es maravilloso?» —me preguntó mi compañero. No le respondí. Sentía que de alguna manera algo en esta reunión estaba profundamente errado. Todo esto me parecía una manera muy rebuscada de recoger naranjas.
El hombre gordo estaba llegando al punto culminante de su discurso. El ambiente estaba tenso. Entonces, con un gesto de dramatismo, estiró los brazos y tomó en sus manos dos naranjas, arrancándolas de la rama y colocándolas en el cesto que tenía a sus pies. La congregación irrumpió en un ensordecedor aplauso.
«¿Ahora nos toca a nosotros?» —pregunté al hombre a mi lado.
«¿Qué rayos piensa que estamos haciendo? —replicó airado—. Para qué piensa que se ha realizado este tremendo esfuerzo? Hemos reunido en este lugar más talento cosechador que en todo el resto del condado. Se han invertido miles de dólares en el árbol que usted está viendo.»
Me disculpé rápidamente. «No tuve intención de criticar —le dije— No me cabe duda de que el hombre gordo debe ser un muy buen cosechador de naranjas. Pero, ¿no podríamos el resto de nosotros también hacer el intento? Después de todo, son miles las naranjas que aún quedan por cosechar. Todos tenemos manos con las cuales trabajar… y hasta podríamos leer el Manual.»
«Cuando usted haya estado en este negocio por tantos años como yo, se dará cuenta de que el asunto no es tan sencilla como parece —me contestó—. Para empezar, no hay suficiente tiempo para hacerlo. Cada uno de nosotros tenemos nuestras ocupaciones, nuestras familias que cuidar, nuestros hogares que construir. Nosotros…»
Pero ya no lo estaba escuchando. Comenzaba a aclarárseme la
situación. Fuera cual fuera la identidad de esta gente, una cosa resultaba
obvia: no eran cosechadores de naranjas. El cosechar naranjas no era más que un
entretenimiento para ellos, algo para los fines de semana.
Me acerqué a uno o dos de los otros grupos alrededor de los
árboles. No todos poseían requisitos académicos tan elevados para el proceso de
cosechar naranjas. Algunos ofrecían cursos para cosechar naranjas. Traté de
contarles acerca de los árboles que había visto en el MUNICIPIO ABANDONADO,
pero la mayoría se mostraba desinteresada. «Aún no hemos terminado de cosechar
las naranjas que tenemos aquí» —era la respuesta que más frecuentemente
escuchaba.
El sol ya se estaba poniendo en mi sueño. Como estaba cansado
del ruido y la actividad a mi alrededor, me subí a mi carro y me volví por el
mismo camino por el cual había venido. En poco tiempo me encontré rodeado, una
vez más, por las vastas y solitarias plantaciones de naranjas.
Pero había cambios. Algo había ocurrido durante mi ausencia.
Por todos lados la tierra estaba cubierta de naranjas que habían caído de los
árboles. Y mientras miraba parecía que, delante de mis propios ojos, de los
árboles comenzaron a llover naranjas. Muchas de ellas yacían sobre la tierra en
estado de putrefacción.
Todo esto me parecía tan extraño; aún más cuando pensaba en
las multitudes que permanecían en el MUNICIPIO CULTIVADO. Entonces, con voz de
trompeta, una voz se escuchó de entre los árboles, que decía: «La mies a la
verdad es mucha, pero los obreros pocos; por tanto, rogad al Señor de la mies
que envíe obreros a su mies…»
Y luego, desperté —pues, ¡no era más que un sueño!