sábado, 2 de marzo de 2013

Inquebrantable




A través de los siglos, los vendavales de la oposición y la infidelidad han azotado con furia la misma Palabra, pero todo esfuerzo ha resultado en vano, porque la estructura de las Sagradas Escrituras ha permanecido intacta, sin que una sola piedra se haya movido, y mucho menos arrancado, desde los cimientos hasta el más alto de los pináculos.

El antagonismo humano hacia la Palabra de Dios nace del hecho de que la Biblia denuncia la condición de pecador del hombre, desprecia su sabiduría, hace que su más grande hazaña parezca insignificante, y reduce a polvo su orgullo. Como alguien ha dicho: «La Biblia es un libro tal, que ningún hombre podría escribirlo aunque quisiera, ni querría escribirlo aunque pudiera.» 

El hombre ha dirigido, contra este libro, su más intenso odio, mostrando su determinación a deshacerse de una acusación tan molesta para su depravada condición. Y, para conseguirlo, individuo tras individuo ha ido engrosando las filas de esta lucha.

Celso lo intentó con toda la agudeza de su genialidad, pero fracasó. Después lo hizo Porfirio con lo más rotundo de su filosofía, pero fracasó. Lucio también lo intentó con sus más sutiles sátiras, y fracasó.
Diocleciano fue el siguiente en intentarlo, esta vez con nuevas armas: dirigió en contra de la Biblia todo el poder político y militar del más grande imperio que el mundo ha conocido, a la altura de su propia gloria.
Promulgó edictos que ordenaban que las Biblias debían ser quemadas, pero también fracasó. Posteriormente decretó nuevos edictos, en los que se condenaba a muerte a todos aquellos que poseyeran una Biblia; pero, aun así, fracasó. 

Todos los mecanismos de destrucción que el hombre y su sabiduría, ciencia, filosofía, ingenio, sátira, fuerza y atrocidad pudieron concebir en contra de un libro se utilizaron en contra de la Biblia, y la Biblia aún permanece (R. A. Torrey).
La determinación de estos ataques no se limita únicamente a la antigüedad, en tiempos más modernos, las agresiones no han perdido nada de su virulencia. La Biblia ha tenido que soportar, por parte de Hume, Gibbon, Voltaire y La Place, sin mencionar un sinnúmero de atacantes de segunda fila, las acometidas de los más grandes genios, la destreza más punzante y los intelectos más agudos. 

Para darle la apariencia de ingeniosas fábulas y ardides, los filósofos han indagado entre los misterios de la ciencia, los viajeros entre los añejos restos del pasado, los geólogos han saqueado las entrañas de la tierra y los astrónomos las estrellas del firmamento; y, a pesar de haber resistido las fábulas más ingeniosas y hábilmente concebidas de los últimos dieciocho siglos, aún persiste (Thomas Guthrie).

Esta perpetuidad de las Escrituras nos dice mucho acerca de su origen. Lo que el hombre ha creado también lo puede destruir. Pero la Biblia, como Palabra de Dios, participa de su carácter, y permanecerá por los siglos de los siglos. Poco importa lo intensa que pueda ser la oposición, porque acabará por perecer, mientras que el Libro que es objeto de su odio está predestinado a perdurar para siempre. 

Todo lo que tiene que ver con el hombre se desvanecerá con el paso del tiempo, pero la Biblia es el libro de la eternidad. Cuando las obras del hombre, que él considera imperecederas y en las que abriga todas sus esperanzas, se pierdan en el olvido, este Libro aún perdurará.

Las palabras de Jesús acerca de sus propias enseñanzas son también verdaderas para todo el libro:
«El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán»(Mt. 24:35).
Como ha sucedido, así acontecerá.
El imperio de los Césares pasó, las legiones romanas sirven de molde al polvo, las avalanchas que lanzó Napoleón contra Europa se deshicieron, el orgullo de los faraones se ha perdido, las pirámides que erigieron para que fueran sus tumbas se hunden cada día más en las arenas del desierto, Tiro no es más que una roca donde los pescadores secan sus redes al sol, Sidón no ha dejado más que restos dispersos tras de sí; pero la Palabra de Dios todavía vive. 

Todo lo que amenazaba con hacerla desaparecer no ha hecho más que favorecerla; y esto demuestra, una y otra vez, lo efímero del más grandioso monumento que el hombre pueda erigir y, por el contrario, lo eterno de la más mínima palabra que Dios haya podido pronunciar. La tradición le ha cavado una tumba y la intolerancia frecuentemente le ha encendido una fogata; muchos Judas la han traicionado y muchos Pedros la han negado, muchos la han abandonado, pero la Palabra de Dios aún perdura (Cumming).

Cuan endeble es, pues, la lucha del hombre contra la revelación divina, ya se trate de oposición desde fuera, enemiga y declarada a viva voz, o desde dentro, en forma de «crítica superior», disfrazada de amigo. El siguiente párrafo describe con precisión este segundo tipo de oposición. Robert C. Chapman, hombre piadoso de Barnstaple que partió a recibir su galardón en junio de 1902, a la edad de noventa y nueve años, respondió, al preguntársele su opinión sobre la crítica moderna, con la siguiente parábola:
Mientras caminaba yo un día, bajo un resplandeciente sol de mediados de verano en un cielo despejado de toda nube, con sus rayos de mediodía, se me acercó una persona, desconocida para mí, quien con delicadeza y aire condescendiente se ofreció a mostrarme el camino. Llevaba en la mano un farol, y dentro de 61 una vela que no le servía de nada. La pena impidió que me saltara la risa y, tan gravemente como pude, rehusé su ofrecimiento.

Después me enteré de que se llamaba «crítica superior».
Las siguientes versos descubren la relación entre la Palabra de Dios y las críticas que, en todas las generaciones, ha recibido, así como el seguro destino de ellas:
Ayer, al atardecer, me acerqué a la herrería Y escuché cómo el yunque daba las horas de la tarde.
Miré y vi en el suelo Viejos martillos, consumidos por el uso.
"¿Cuántos yunques has empleado" —dije al herrero— para gastar y aboyar de tal manera los martillos?"
"Sólo uno" —respondió, con los ojos centelleándole, el herrero.
"Ya sabes que el yunque desgasta los martillos."
Así también, pensé yo, el yunque de la Palabra de Dios; Escépticos golpes la han atacado durante generaciones Y, aunque se oyó el repiqueteo, El yunque sigue intacto, ¡y los martillos han desaparecido!
Así, el tiempo y la historia están dando la razón a las palabras mismas de las Escrituras: 
«Porque: Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece para siempre» (1 P. 1:24-25).