Este
estudio es algo similar al anterior acerca de la posición y de la práctica.
Pero la diferencia es lo suficientemente
importante como para que le dediquemos un capítulo aparte.
Cuando
una persona nace de nuevo se forma una nueva relación: viene a ser un hijo de
Dios.
Mas
a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad
de ser hechos hijos de Dios
(Jn.
1:12).
Amados,
ahora somos hijos de Dios, y aun no se ha manifestado lo
que hemos de ser; pero sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes
a él, porque le veremos tal como él es
(1
Jn. 3:2).
Hay
algo que es definitivo acerca de un nacimiento.
¿Has
pensado alguna vez acerca de esto?
Una
vez que ha habido un nacimiento permanece para siempre.
No puedes
ir atrás y deshacerlo.
Se forma
una relación que no puede ser alterada.
Digamos,
por ejemplo, que los García acaban de tener un hijo.
No
importa lo que suceda, aquel niño será siempre hijo de los García, y ellos
serán siempre sus padres.
Más adelante en la vida puede llegar a deshonrar a
su familia, y ser causa de gran dolor.
Pero
la relación permanece: el señor García es el padre, y él es aún el hijo de
García.
Apliquemos
ahora esto al creyente.
Mediante el nuevo nacimiento se
forma una relación con DIOS el Padre.
El
Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu,
De
que somos hijos de Dios (Ro. 1:16).
Así
que
ya no eres esclavo, sino hijo;
y
si hijo,
también
heredero de Dios
por
medio de Cristo (Gá 4:7).
Se
trata de una relación que no se puede romper.
Cuando
se ha llegado a ser hijo, se es siempre hijo.
Pero
existe en esta verdad el otro lado de la moneda, y este lado es el de la
comunión.
La comunión significa compartir en
común.
Si la
relación es unión, entonces la comunión sigue.
Y
mientras que la relación es una cadena que no puede ser rota, la comunión es un
delicado
hilo que se puede romper con facilidad.
El
pecado rompe la comunión con Dios.
Dos no
pueden andar juntos a no
ser que estén de acuerdo (Am. 3:3),
y Dios
no puede andar en comunión con Sus hijos cuando ellos pecan.
«Dios
es luz, y no hay ninguna tiniebla en Él"
(1
Jn 1 :5).
Él no puede gozar de comunión con los que
estén escondiendo maldad en sus vidas.
La comunión
permanece rota en tanto que el pecado permanece sin confesar
y sin ser
abandonado.
Y la
rotura de la comunión es algo muy serio.
Por
ejemplo, una decisión tomada por un creyente cuando no está en comunión con
Dios podría poner una mancha sobre el resto de su vida.
¡Cuántos
creyentes enfriados han elegido un cónyuge incrédulo y han
arruinado
sus vidas en lo que respecta a la utilidad de ellos para Dios!
Sus
almas han sido salvadas, pero sus vidas han quedado perdidas.
La
rotura de la comunión atrae la disciplina de Dios.
Aunque
el creyente se halla libre del castigo eterno por sus pecados, no se halla
libre de las consecuencias del pecado en su vida.
¿A qué
se debía que algunos de los santos corintios estuvieran enfermos?
Debido
a que iban a la mesa de la comunión sin confesar primero sus pecados y
corregirlos (l Ca. 11:29-32).
Algunos
de ellos incluso murieron.
Ellos
habían sido hechos aptos para el cielo mediante la obra redentora de Cristo
Jesús, pero no eran aptos para continuar una vida de testimonio aquí en la
tierra.
La
rotura de la comunión resultará en una pérdida de galardones ante el Tribunal
de Cristo (l Ca. 3: 15).
Todo
el tiempo pasado fuera de comunión con Dios es un tiempo perdido para siempre.
Así
mientras que nos gozamos en la verdad de que nuestra relación con Dios es
imposible de romper, deberíamos temer mucho cualquier cosa que rompa nuestra
comunión con nuestro Padre.
En
realidad, el conocimiento de que la gracia nos ha introducido en una relación tan maravillosa
debería constituir nuestro más poderoso motivo para mantener una comunión continuada
con el Señor.
La
gracia no alienta el pecado; constituye su más poderoso freno.
En el
Antiguo Testamento, David constituye un ejemplo clásico de un santo cuya
comunión con Dios quedó rota por el pecado.
Leemos
de su confesión y restauración en los Salmos 32 Y 51.
En el
Nuevo Testamento, se puede tomar el hijo pródigo como una ilustración de un creyente caído volviendo a la comunión (Le.
15:11-24; aunque se interprete generalmente la historia como la conversión del
pecador).
La
comunión quedó rota por la rebeldía del hijo.
Pero
era todavía un hijo, en un país lejano.
Tan
pronto como volvió al hogar y empezó a confesar su pecado, la comunión quedó
restaurada.
El
padre corrió y se abrazó a su hijo, y le besó.
En 1
Juan 2: 1 leemos: «Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y
si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo".
Esto
se escribe a los hijos, a aquellos que han nacido en la familia de Dios.
El
ideal de Dios es que Sus hijos no pecaran.
Pero
pecamos, y Dios ha procurado una provisión: « ... y si alguno hubiere pecado,
abogado tenemos para con el Padre».
Señalemos
esto: "abogado tenemos para con el Padre".
Dios
es aún nuestro Padre, incluso cuando pecamos.
¿Cómo puede
esto ser así?
Porque
la relación es algo que no se puede romper.
¿Qué
sucede cuando pecamos?
«Abogado
tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo.»
Él
empieza inmediatamente a obrar en nuestras vidas, llevándonos al lugar en el
que nos hallemos dispuestos a confesar y abandonar nuestros pecados, para así
gozar de nuevo de la comunión del Padre.
Cuando
veo la diferencia entre la relación y la comunión, tengo una ayuda para
comprender estos pasajes de las Escrituras.
También
me hace apreciar la seguridad eterna que poseo en Cristo y ello me motiva a
vivir en comunión con el Padre que tanto me ama.
Adaptado de:
“¿Cuál es la
diferencia?
William MacDonald